Terapia de vidas pasadas

Podríamos haber sido un vikingo navegando hacia nuevos horizontes. Un ayudante de cocina en un pueblito de Francia. Un selk´nam en el fin del mundo. Podríamos. La reencarnación aún es tema de debate y fe.

Hay quien la da por sentada. Y no hablamos sólo de budistas e hinduistas practicantes sino de profesionales de la psicología que por años han indagado en la personalidad humana buscando rastros de vidas pasadas que, para colmo, tendrían incidencias en la actual.

Acaso la fobia que atenaza la existencia de un pobre Juan tenga mucho más que ver con una muerte en la horca, en un ajusticiamiento en la España medieval, que con la figura de un padre sobreprotector. Aquí es donde la Terapia de Vidas Pasadas y el psiconálisis comienzan a separarse de un modo radical.

La TVP se convirtió en objeto de discusión masiva gracias a la obra de Brian Weiss (el mismo que visitó la anterior Feria del Libro). Sus libros «A través del Tiempo» y «Muchas vidas, muchos maestros» son best seller indiscutibles.

Aunque el proceso de reencarnación, si es que existe, es complejo y ciertamente vinculado a lo divino, las consecuencias de tal tránsito resultan factibles de encontrar a flor de piel.

Weiss asegura que la TVP «es una prueba científicamente comprobada de que la reencarnación existe. Por lo tanto nunca morimos, nuestra alma es inmortal y la muerte es sólo un paso entre una lección de vida y otra».

¿Pero cómo podemos detectar si hemos vivido en otras épocas, en otros cuerpos? Weiss, entre otros investigadores como Ian Stevenson, explica que hay claves ineludibles: marcas de nacimiento, talentos para ciertos idiomas, conocimientos varios que no deberían estar ahí.

Stevenson -autor de «Twenty Cases Suggestive of Reincarnation» y «Children Who Remember Previous Lives»- es uno de los más respetados pero al mismo tiempo controversiales estudiosos del tema.

El hombre se tomó la molestia de recorrer el mundo entero y de clasificar más 3 mil casos de niños en los que encontró evidencia definitiva de que habían vivido otras vidas.

Tanto Weiss como Stevenson relatan historias capaces de dejar perplejo al más descreído. Por ejemplo, Stevenson relata el caso de un pibe en Beirut que aseguraba haber sido un mecánico que murió a los 25 años en un accidente de tránsito.

El chico llegó al punto de decir cuál era su nombre y los nombres de sus parientes más cercanos, así como el lugar donde ocurrió el accidente. Absolutamente todo esto fue confirmado a lo largo de distintas entrevistas: nombres, fechas y hasta la muerte de un mecánico años antes del nacimiento del chico. Creer o reventar.

Como es de suponer, el extenso trabajo de Stevenson, quien hasta su retiro en 2002 estuvo al frente de la Division Perceptual Studies de la Universidad de Virginia, fueron refutados y menospreciados.

Sin embargo, Stevenson, y esto debe ser aclarado, no realizaba TVP.

En los últimos 10 años, la actividad terapéutica ha crecido de un modo sorprendente. Y la medicina tiene su precio. Una consulta que incluye la posibilidad de descifrar quién fuimos y por qué estamos padeciendo lo que padecemos ronda los 300 pesos.

«¿Qué es para usted la regresión a vidas pasadas?», le preguntó el periodista Luis Aubele del diario «La Nación» a la psicóloga (UBA) y discípula de Weiss. La terapeuta respondió: «Una herramienta valiosísima que permite observar el pasado para disfrutar el presente. Es recordar para no repetir».

¿Y qué sucede si alguien termina descubriendo que fue Napoleón? Henry Bolduc, uno de los más célebres hipnoterapeutas, conservaba una respuesta para este esperable argumento: «En mis tres décadas de regresión activa, ninguna vez me he encontrado a alguna persona famosa en una vida pasada. Una regresión verdadera revela a gente común y corriente realizando actividades cotidianas para su época».

Pero si uno anda buscando soluciones a dolores presentes que se gestaron en un ayer remoto, siempre tendrá a mano alternativas más expeditivas y baratas.

El sitio http://www.misabueso.com incluye un buscador de vidas pasadas. Por medio de un cálculo numérico, elaborado con la fecha y hora de nacimiento, el sitio ofrece una perspectiva de quién fuiste.

A este servidor, por ejemplo, le salió esto: «Muy probablemente pasaste los últimos momentos de tu vida en algún lugar cerca de Corea o sus alrededores, aproximadamente en el año 1779. El nombre por el que se te conoció en esa vida pudo haber sido algo como Hea o Min. Es posible que tu ocupación en esa vida fuera algo relacionado con químico, alquimista, fabricante de venenos».

Nada mal para alguien que ama los fideos de arroz, y la salsa de soja.

Entrevista con Claudia Sirito, especialista en Terapia de Vidas Pasadas.

El diablo en el agujero

 

Mantén al diablo en el agujero. Sólo eso y la cosa andará bien. Lo aprendí de una de las canciones que más me gustan de Tom Waits: “Way Down In The Hole”. O, sin exagerar, de la canción que más me gusta de todas las canciones que he escuchado a lo largo de mi vida, sean suyas o de otros.
No soy cristiano pero profeso la fe en Tom Waits. No creo precisamente «en dios» aunque yo, al igual que Frank (uno de los personajes de la mitología Waits), he tenido mis años salvajes y necesito perdón.
Son esos momentos oscuros los que te perfilan aunque pretendas dejarlos atrás. Sin embargo, nada habla con tanta exactitud de una persona como el modo en que esta lucha contra sus peores demonios.
Esta es mi libre interpretación. “Way Down In The Hole” trata de cómo deliberas con tus fantasmas más perversos. Quién ha sido violento y un día descubre que debe controlar su lado feroz por amor a quien tiene enfrente y por respeto a sí mismo, seguramente entiende de que estoy hablando. O aquel que luego de haber prometido no beber una gota más, discurre por un resbaladizo infierno ante un vaso whisky.
Los pecadores lo sabemos bien, una y otra vez, el diablo saldrá de su agujero para tentarnos con su poesía dulce y cruel. Ese día, esa noche, estaremos bajo sus órdenes. Tiraremos el televisor por la ventana. Beberemos mucho más de lo conveniente. Soltaremos la lengua. Cerraremos la puerta con furia. Gastaremos el dinero en una tontería. El diablo en el jardín. Tu jardín, tu casa.
Por eso, tal como canta Tom, sólo debes mantener al diablo en su agujero. Para seguir adelante, amparado en la fuerza de tu voluntad.
“Way Down In The Hole” posee, además de una letra divertida y de corte cristiano, una cadencia sexual. Dura unos tres minutos. Y al tiempo que se escapa, la sientes eterna.
Te dejo la letra de la canción que apareció en el disco «Franks Wild Years» en 1987. Podría definírselo como un moderno clásico del gospel que hace poco resucitó con la serie de televisión americana “The Wire”, en cuya apertura la versionaron distintos artistas.
Dice así: «Cuando caminas a través del jardín/Cuida tu espalda/Así que te pido perdón/Anda por la recta y estrecha vía/Si caminas con Jesús/El salvará tu alma/Tienes que mantener el diablo en el agujero/El posee el fuego y la furia y estás a sus órdenes/Así que no debes preocuparte si aferras la mano de Jesús/Todos estaremos a salvo de Satanás/Cuando el trueno llegue/Sólo tienes que ayudarme a mantener el diablo en el agujero/Todos los ángeles cantan acerca de la poderosa espada de Jesús/Ellos te protejerán con sus alas y te mantendrán cerca del Señor/No le hagas caso a la tentación/Sus manos son tan frías/Tienes que ayudarme a mantener el diablo en el agujero/Sólo tienes que me ayudarme a mantener el diablo en el agujero.»

Lost: ¿seguimos?

¿Debería importarnos lo que sucederá de ahora en más en “Lost”? ¿Deberíamos abordar la sexta temporada con la misma espectativa con que lo hicimos en la segunda? ¿Valdrá la pena soportar los comerciales y las promos de AXN a lo largo y ancho de cada capítulo? ¿O esperar una interminable semana para saber cómo sigue la historia?
Por supuesto, hay fanáticos que van al día con los Estados Unidos de la mano de internet. Sin embargo, me gusta recordar aquel sabor primigenio que tenía la serie cuando era menos célebre.

En todo caso, la respuesta a estas preguntas desesperadas es un simple “no”. De camino hacia su epígolo, “Lost” ha perdido bastas cuotas de todo aquello que la convertía en un producto televisivo excepcional.
Uno de los mayores pecados de sus productores ha sido no cumplir la promesa de fidelidad con lo real que hicieron cuando aun eran nóveles. Aseguraron que no incluirían explicaciones sobrenaturales para los hechos más insólitos que albergaba la isla. Luego, se deshicieron en réplicas tontas.
Al final de la quinta temporada debimos resignarnos a una odiosa parafernalia esotérica. Bien Hollywood.
Gran parte de la magia que caracterizó a “Lost”, al menos durante los dos primeros años, estaba relacionada precisamente con la ausencia de magia en su guión. Ahora encontramos realismo mágico y del otro a raudales. A caudales. A patadas. Hay demasiados ingredientes tirados de los pelos como para que la tensión se mantenga.
Volvamos al principio. Un grupo de hombres y mujeres aparentemente normales se enfrenta a una situación extraordinaria, como sobrevivir a un accidente de avión y, a otra más insólita aun, como la de terminar viviendo en un pedazo de tierra lleno de osos polares, entes sin consistencia pero muy violentos, seres parte de un increíble proyecto científico frustrado y más, mucho más. Sin embargo, para cada teorema había un esbozo de respuesta que no se disparaba a los quintos infiernos. Creo que fue Asimov o Bradbury el que dijo “la ciencia ficción también tiene sus reglas”. Es decir, no se puede escribir cualquier cosa y luego explicarla de cualquier manera. Eso hacía muy interesante a “Lost”. Esta marca de nacimiento, este mapa de la locura sosegada, fue desapareciendo en su tránsito hacia la gloria televisiva.
Cuando descubrimos que los argumentos alquímicos son sólo el producto de la imposibilidad de expulsar cierta lógica (algo nada fácil tomando en cuenta la base desde la que partimos) al tejido de la trama, es el momento en que el edificio literario comienza a derrumbarse. En algún momento trágico los guionistas de “Lost” aceptaron la licencia para matar a “Lost” y decir lo que sea.
Tal vez nunca llegaron a leer a Edgar Allan Poe (justamente él quien explicó una matanza “sin pies ni cabeza” perpetrada por un simio). El viejo Edgar los hubiera ayudado.
Abrir la caja de Pandora de la fantasía fue tanto una necesidad como un pecado imperdonable para los creadores de “Lost”. Pusieron el listón muy alto y ahora están pagando ese precio.
La inclusión de un orden mitológico, con supremo fantasma incluido, viajes en el tiempo, monstruos y venganzas milenarias, suman un cóctel que no se puede digerir de buenas a primeras (y ya estamos en los estertores). Es como si hubieran talado su propio árbol de la sabiduría.
Pudo ser distinto ¿Pudo? Pensemoslo así: la isla de “Lost” era básicamente un laboratorio en una zona de insondable energía, pero en la medida en que esa energía se volvió sondeable, pues, todos nos quedamos un poco perturbados por lo que encontramos. La referencia a los cambios temporales complicó tanto las cosas que algunos capítulos dan para el chiste fácil. No por nada Hurley se la pasa haciendo bromas que ironizan con su patética situación espacio-temporal.
El agotamiento de los materiales no es algo nuevo en la industria americana. Ya lo vimos en “Miami Vice”, donde los protagonistas comienzan enloquecer y el teniente Castillo, emblema del bien, se evidencia líder del mal (Edward James Olmos llegó a decir que la serie, producida por Michael Mann, carecía de total coherencia); en “La pequeña casa en la pradera”, los protagonistas literalmente hacen volar el pueblo en el que vive y ya nada se sabe de ellos (ese fue el último capítulo de una historia de amor); en “Kung Fú”, Kwai Chang Caine, encuentra y desencuentra a su hermano hasta el punto del “Who cares?” (el hermano hallado se hacía pasar por el verdadero hermano que había muerto pero, tal vez, no); y -aquí si que hablamos de un producto al que le dieron una insoportable vuelta de tuerca- ¿alguien recuerda el triste, solitario y final de “Los Expedientes X”?
Los productores de “Lost” han asegurado que no todos los enigmas serán resueltos. Ni siquiera ahora. Falta que hacía.
La caja de trucos baratos está al alcance de la mano y sacar conejos negros de allí es demasiado tentador.

Fuego, cruza mi cielo

El fuego atraviesa el cielo
y la llamarada feroz espanta a los ángeles.
Tristes caritas-trenzas chamuscadas.
Perdemos en la guerra más de lo queremos.
Pierdo el alma en el intento.

Sin pena, avanzo sobre el camino de piedras orientales.
Hay árboles fantasmas que lloran
Hay fantasmas verdaderos que mienten de cabo a rabo.
ojos negros, bocas de hierro
Y el fuego estalla en el cielo.

Entro al bar,
La cerveza está tibia en el Cadalso,
Llevo una corbata roja con un nudo mal hecho,
Y el fuego divide el cielo en dos.
A una chica boca-dulce-de-leche.
Le pido un café derretido.

Le pago, retendo un segundo su mano y se enoja.

Sos un vago, dice, y la imagino bailando sobre mi cama.

Como un boomerang
con delicada pero férrea ironía siento que la vida se ríe de mi
Y mis ojos buscan tesoros ocultos
Y mis ojos buscan ojos secretos
Y mi alma urga en el templo del deseo.

Extraño sin conocer
extraño extrañar
extraño amar
el aroma de la comida juega con mis narices
y un beso viene de Escocia
un beso húmedo que cambia los mapas
que magnetiza mi brújula de oro.

Bello dios
hazme creer que la vida es hermosa
Bellos dios
encuentra lo que he perdido siendo un tonto
dime que existen los campos eternos
y la nieve eterna
y mi piel es mi piel sobre el cuerpo desnudo del viento.

Dance little sister

Uno de mis himnos.

Dance Little sister

Levántate de esa silla abuela

¿Te gustaría bailar?

Abandona a ese fantasma que te obsesiona

Sácalo afuera

No permitas que te coma viva por dentro

Refresca tu mente

¿No prefieres quedarte de este lado de la linea?

Te lo puedo asegurar: cuando tengas mi edad

aprenderás de todo lo que has dejado detrás

(tu tienes que)

Bailar hermanita

No te rindas hoy

Aguanta hasta mañana

No quiero oír que para vos ya es tarde

No te rindas hoy

Espera hasta mañana

No renuncies a lo que sos

Di, ahora compartiré el peso

Pon la cruz a un lado

Y que el largo brazo de la esperanza te lo ofrezca todo

No es fácil pero renunciar es lo fácil por hacer

El tiempo está de tu lado

¿Podrías mirar el reloj?

Deja que marque para vos

(tu tienes que)

Bailar hermanita

No te rindas hoy

Aguanta hasta mañana

No quiero oír que para vos ya es tarde

No te rindas hoy

Espera hasta mañana

No renuncies a lo que sos

¡Una banda!

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Dice Andrés Fuhr y le creo: “¡estoy armando una banda! Vamos a pasar por distintos momentos y terminamos bien latin, bien salsa, para dejarle un buen clima a los chicos de la Filarmónica”. El año pasado me explicó algo similar semanas antes de dar comienzo al “Valle de los Musicos II” y fue un maravilloso flash. Creo en su trabajo y sé que esa noche (la del 22 de noviembre en Plaza San Martín de Roca), como siempre, él y sus músicos romperán moldes y dejarán en el aire un dibujo, una sensación entrañable.

El regreso de Living Colour

Para el diario «Río Negro», y vía mail, le hice seis preguntas esenciales a «Living Colour» que por estas horas están en la Argentina.

-¿Qué cosas han cambiado y de qué manera ha crecido el grupo desde su primer y excelente álbum «Vivid?

-Estamos más conectados que nunca. Con el tiempo hemos sido capaces de trabajar en la comunicación entre nosotros y en creer en las fortalezas de cada uno.

-¿Cómo definen a su nuevo álbum «The Chair in the Doorway?»

-El título habla por sí mismo. Es comprender que moverse como banda implica enfrentar una serie de retos a lo largo de esa vida juntos. Este álbum es una imagen del lugar en el cual estamos como amigos y un espacio donde hablamos entre nosotros a través de las canciones. Abstracto pero muy real.

-¿Qué podemos esperar de su show en Neuquén?

-Tocaremos muchas de las canciones de nuestro nuevo álbum. Pero también buscaremos en el catálogo de «Living Colour» y haremos algunas de aquellas joyas. Como plus tenemos un show muy visual.

-¿Qué bandas de rock o de otros géneros han llamado su atención en los últimos años?

-Mos Def y Tarja son dos de nuestras bandas favoritas y muy recientes.

-¿Qué es lo mejor de su nuevo álbum?

-Todas las canciones ayudan a contar la historia del disco. Pero en especial «Bless Those» and «Out of Mind» han impactado increíblemente en la audiencia.

-Vernon Reid estuvo en Neuquén algunos años atrás ¿tiene algunos buenos recuerdos de aquel show?

-Tuvo un excelente show allí ¡y por eso los esperamos en el concierto del domingo!

Las preguntas en «Río Negro»
Negro sobre negro por «El Negro» Walter Rodríguez

Negro

Llegas y despierto. Sólo entonces me doy cuenta que estaba dormido detrás de las páginas de un libro. Hola. Hola. Vistes de negro. Perfecto, recién estrenado negro. Cheto. Lustroso. No te digo lo que siento en este preciso instante: estás hermosa. No, digo en cambio: te vez muy graciosa. Vos y tu falda negra y tu poluver negro y tus zapatitos celestes con un moño rojo. Eres las mujer más bella de este jodido mundo. Lo sufro. Tu belleza me duele. Si me invitas a un té, vamos al café de la esquina. Si me pides que te acompañe a la Luna, te sigo. Te cargo en brazos y te llevo andando. Pero no digo nada. Sería el colmo ¿Es esto amor?, me pregunto mientras te observo caminar de un sitio a otro como un pequeño animal salvaje en busca de alimentos. Quizás no sea amor. Quizás sea una obsesión. Un puzzle en 4D. No, esto es algo mucho más complicado: es un desastre.

¿Que hay después de Steve Jobs?

jobs

He aquí una frase que un accionista de Apple no quiere escuchar por estos días: Steve Jobs es el alma de la empresa. Porque indefectiblemente nos lleva a la incómoda conclusión de que Jobs es Apple. Y Jobs tiene cáncer. Otra vez.

En sus primeros 10 años de existencia, Apple funcionó como lo que debía ser: una prolongación de la afiebrada mente de Jobs. Esto más allá de la participación histórica de Steve Wozniak, quien luego de haber hecho su aporte no tardó en desaparecer del centro de la escena. Fue en ese periodo en el que surgieron las bases de lo que mas tarde sería un enorme y original proyecto empresarial: llevar a la computadora a la categoría de una heladera. O de un teléfono. O todo junto.

La historia es conocida, Jobs introdujo la inocografía, la tipografía y el diseño al incipiente negocio de las computadoras, por entonces enormes mamotretos sólo accesibles a los ingenieros y demás especialistas del rubro.

Después de la proyección vino la retracción. Es entonces cuando el nombre de Steve Jobs comienza por primera vez a desentonar en la estructura del gigante. Justamente la persona que Jobs había contratado para ampliar el campo de desarrollo de Apple, Jon Sculley, se transformó en su principal oponente. Muy atrás había quedado en la memoria de ambos aquella frase con que el fundador de Apple convenció a Sculley de dejar Pepsi por una empresa aun en crecimiento: «¿Usted quiere seguir vendiendo toda su vida agua con azúcar o prefiere cambiar el mundo?». Sculley optó por lo segundo, sin saber que -oh paradojas de la vida- estaba destinado a sacar del juego a Jobs.

A lo largo de esa década sin Jobs, Apple transcurrió por algunos de sus momentos más difíciles. Por un lado no supo resolver el haber perdido la exclusividad de la producción de computadoras con interfaz gráfica y, por otro, cuando tuvo la chance de transformarse en un gran proveedor del mercado -como lo es Microsoft o lo fue IBM- declinó y terminó pagando el precio de su soberbia.

En algún sentido, la figura de este joven eterno, vestido con jeans y pullover negro, delgado y de mirada hipnótica, resulta una pieza imposible de reemplazar. En Apple todos los caminos nacen y conducen a su oficina. Algo que, obviamente, no ocurre con Bill Gates y Microsoft.

El regreso de Jobs a Apple no sólo vino a solucionar un serio problema técnico de renovación de los equipos producidos en serie por la empresa, que empezaban a perder vigor dentro de un mercado en constante cambio, sino también a reestructurar la manera en que la compañía se veía a sí misma. Jobs volvió para limpiar la mesa de trabajo y actuar con una osadía que nadie había observado en años.

En el exilio, Jobs había creado Next y, más importante aun, Pixar, el estudio que hizo punta en materia de cine de animación. Con él desembarcaron las ideas, y ahora que se ha tomado una larga licencia por salud, todos temen que las ideas se hayan ido por la misma puerta por la que hace unos días salió. No es un miedo sin fundamentos. Desde su resurrección, Apple introdujo el Imac y la serie G3 y G4 de nuevas computadoras, el iPod, uno de los objetos más vendidos de la historia, y el iPhone. E iba por más.

A pesar de la crisis internacional, y aun con los rumores acerca de su mala salud, Apple ha venido saliendo adelante. Apenas un ejemplo: en el último trimestre de 2008, se vendieron 22,7 millones de iPods. Mientras que Apple Inc. logró un aumento de un 2% en sus ingresos derrotando las expectativas de Wall Street y consiguiendo un incremento de 7,87 dólares, un 9,5%, en sus acciones, que se cotizaban a 90,70 dólares, según se informó a mediados de esta semana. Desde que su fundador presentó la primera Mac, un 24 de enero de 1984, se han vendido más de 80 millones de Macintosh.

Hace apenas unas horas Tim Cook, el encargado de las operaciones de la empresa durante la ausencia de Jobs, y que el propio Jobs llamó en su momento acaso previendo esta situación, trató de calmar los ánimos Cook: «Los valores de nuestra compañía están muy bien afianzados. Creemos que estamos en la tierra para hacer grandes productos, y eso no ha cambiado».

La manera en que la empresa manejó la información acerca de la salud de Jobs -primero asegurando que se trataba de una deficiencia hormonal y luego confirmando un problema mucho más grave y el retiro de su líder hasta nuevo aviso- está siendo examinada por reguladores federales debido a las oscilaciones que esto provocó en el valor de la acción en la Bolsa. Un hecho en parte burocrático que no hace más que subrayar el enorme vacío que ha dejado su ausencia.

Artículo publicado originalmente en diario Río Negro.

Amnsterdam

Speed of Sound

No vi tus ojos cerrarse por última vez
Ni supe cuanto me querías.
Como siempre llevabas ese pañuelo al cuello
Y yo pensé en tu cuerpo atravesado por los girasoles de Van Goth
Subí el volumen de mi walkman y me fui a New York
Con Coldplay
Con Coldplay
Pensé en ti el día en que vi nacer a mi hija
Pensé en ti el día en que pagué mis propios vicios
Gané mi primer beso
Rechacé una fuga para mi futuro
No estabas ahí
Pero pensé en ti
Entre gentes que no conozco
Siempre
Siempre
Siempre vos
Aunque ya me acostumbre a existir solo
Y no digas que no es fácil
Todos los que conozco tienen a alguien
Yo regalo besos
Escupo mentiras
Escribo poemas a chicas dulces que lloran amargas mientras hacen el amor
No sé dónde estás
No sé quien seas ahora
No sé.
Girasoles sobre tus parpados.
Girasoles cubriéndote por completo
Girasoles encubriendo tu desnudes herida
Subí el wlakman y me fui
Me fui sobre Coldplay
Me fui
Me fui.

Extraño

Me decías te amo por las mañanas
Aprovechabas mi inercia
Me decías cosas que jamás me dijiste de frente
Imagino por qué

Hay afectos que sólo se pueden sostener así
entre sueños
A veces abría un ojo y te decía: «yo también»
Y seguía durmiendo como un oso

Para vos yo siempre he sido un animal
Una vez me definiste como un gato de cabaña
Hinchado de ratas gordas
Ultimamente me comparabas con un toro capón
Medio bruto, medio al pedo

Te extraño amiga, amante, tierra, agua
Extraño tu voz en la madrugada
Tus confesiones
Extraño que me quieras al oído.

Naufragar y emerger

Si tuviera una clave, la usaría. Una forma de posesión. Un arma invisible. Pero no la tengo. Me hundo en la música. Escribo para transcurrir. Y transcurro porque soy el responsable de mi vida y de la de otros. Por lo demás, espero el sonido de tus zapatos acercándose hacia mi. Que puedas saltar de un lado del espejo hacia el otro, donde estoy. Que sea tu cita en el tiempo. Tu momento de hacer, naufragar y emerger.

Oficio de llorona

Mi bisabuela era llorona profesional. Llorona de velorios. Se llamaba Milagros; ¿no es extraña la asociación? De todos modos nunca supe que sus plegarias resucitaran a ningún muerto.

No sabía leer ni escribir y, aun sin los mínimos conocimientos que podía brindarle una educación formal, Milagros conservaba en su  una interminable cantidad de rezos dedicados a una colección de santos que hubieran llenado la catedral de San Pedro. Sospecho que de la Biblia, Cristo, la Santa Trinidad y la Virgen María sabía poco y nada, aunque el «avemaríapurísima» era un mantra bordado en sus labios gruesos. En mi pueblo, como en tantos otros hace años, los velorios duraban tres largas noches. Una morbosa costumbre que Salud Pública se encargó de erradicar.

Milagros vivió mucho, todo lo que pudo: a los 95 todavía estaba en tránsito hacia una sospechosa eternidad. Sus propios hijos ya la miraban como a una especie de auténtico «milagro» contemporáneo. Se mantuvo en el oficio de llorona hasta un año antes de fallecer.

No puedo decir que haya participado de muchos velorios, pero fui testigo de algunos a los que mis padres me obligaron a asistir a pesar de mis quejas de infante. No eran encuentros tristes sino más bien una fiesta al revés donde, en lugar de reír, había que llorar en distintos planos y niveles (a los gritos, en susurros, mediante ruidos simbólicos que ampliaban el rango del dolor) y, a falta de vino tinto y ponche, los participantes se pasaban de mano en mano unos pequeños vasos cargados de pisco sour donde ahogaban sus penas.

La verdad es que se lloraba mucho al principio de la primera noche y al final de la tercera, pero en medio había una especie de enorme espacio que los amigos y los parientes llenaban con alcohol y chistes negros que provocaban risas contenidas. Cada tanto, un tío alegre se acercaba al ataúd destapado donde el difunto pasaba sus últimos momentos sobre la tierra (en breve estaría debajo de ella) y le agarraba la mano con cariño. «¡Ah, Juanito, si estuvieras aquí!» «¡Ah! Jacinta, cuánto te vamos a extrañar!» Y así.

Leí en una revista que los chinos hacen algo parecido. En su caso, según entendí, el funeral se transforma en una auténtica celebración donde todos bailan y cantan. El muerto, bien gracias, en una habitación cercana.

En el nuestro no importaba mucho si los deudos se olvidaban del verdadero motivo por el cual estaban reunidos alrededor del féretro de madera brillante. Para mantener la memoria viva frente al mismísimo Dios, estaba Milagros. Llora que te llora, reza que te reza, llora que te reza que te llora, a no sé cuántos billetes la jornada de lamentos. Eran verdaderos maratones que sólo concluían cuando el tiempo preestablecido por los familiares llegaba a su término.

Lo curioso es que estoy seguro de que tanto mi bisabuela como mi bisabuelo José eran ateos. El resto de sus vida siempre transcurrió en un absoluto silencio con respecto a los temas religiosos. Incluso José rechazó de plano (por no decir que mandó al carajo) al párroco que había acudido a darle la extremaunción. «¡Mentiras! ¡Son todas mentiras!», se le escuchó decir entre estertores.

Milagros lo sobrevivió 15 años. El último mes de su extensa saga lo pasó con nosotros, sentada en una silla junto a la cocina, sin emitir una palabra y con los ojos llorosos. Una especie de alma en pena aferrada a la vida con muda desesperación.

Su muerte no tuvo un velorio como los que ella solía amenizar. Y esta ausencia fue una bisagra para las costumbres de una época. Todo resultó mucho más expeditivo. Caminamos con el torso inclinado por calles polvorientas detrás del coche fúnebre hasta el cementerio donde la enterraron por siempre jamás.

Hijos, nietos, bisnietos y viejos amigos mantuvieron un respetuoso silencio durante el trayecto. Acaso alguno masticó un gemido, pero yo –que acompañé sus días finales– no lloré a Milagros. Para qué, ella ya había llorado bastante.

Celulares: más allá del umbral de la necesidad

Son estéticamente perfectos y dueños de una variedad de prestaciones que incluso superan las expectativas del consumidor. El G1 y el I Phone se disputan un mercado en alza. Poco importa si sus compradores llegarán un día a utilizarlos al máximo de su capacidad. Una reflexión sobre la utilidad y el deseo en materia de tecnología.

Extraña paradoja la que enfrenta el consumidor de hoy en día. Sin jamás llegar a enterarse, las prestaciones de los objetos que adquiere en el mercado pueden superar con mucho sus propias espectativas o, por el contrario, estar por debajo de lo que realmente este hipotético comprador necesita.
Los celulares son el paradigma de un futuro que se ha adelantado algunos años. Son portadores de servicios que remiten a desquiciadas novelas de ciencia ficción y que, sin embargo, probablemente nunca terminen utilizados en su totalidad. Por supuesto, en el camino hay que pagar por la existencia de dichos servicios. Se ejecuten o no.
A cierto tipo de consumidor le resultará indiferente si la cámara digital integrada a su teléfono tiene una resolución de 3,2 megapixeles o de sólo 2. Y si esta persona, que desea estar parada en el último escalón de la tecnología de alto consumo, no tiene mayor afecto hacia la música, tampoco entenderá como se almacenan 250 canciones de diversos artistas de moda, de los más exóticos géneros, que no le interesan. Acaso no utilice el G Talk disponible en el G1, ni las aplicaciones “Doc”, que ha venido popularizando Google desde hace un rato, como una opción gratuita y eficiente a los sets de aplicaciones comercializados por Microsoft.
Los celulares, como las computadoras, como los televisores de pantalla plana, han cruzado un umbral invisible -el que separa la necesidad del deseo- para llegar a un punto en el que discurso de sus posibilidades es tan amplio que sólo alcanzamos a experimentar una parte. Fragmentariamente. Del sonido envolvente que nunca probamos, a la pantalla personalizada que jamás personalizamos por falta de pericia o tiempo, hasta a la sincronización o no, de la Palm o el celular con la PC, para traspasar los datos de una libreta de direcciones que, ¡ups!, tampoco elaboramos puntualmente.
Un comercial a la inversa podría argumentar: “Compre un G1 y un I Phone para, al final, no enterarse de todo lo que no llegará a usar de su flamante celular ¡y por lo que está pagando!”.
Los Angeles. Corre el año 2019. Deckard camina por las calles sobrepobladas en búsqueda de un “Replicante”. Aunque carga un arma de alto impacto y tiene en su poder aparatos de compleja tecnología que le sirven para saber quien es un robot y quien no, este detective del futuro, carece de celular.
El celular, y sus versiones “office”, como el G1 e I Phone, son producto de una imaginación elástica que saltó por sobre los hombros de los creadores de la fantasía literaria. Tan alto y extenso han saltado estos artistas de la informática y el diseño, que algunas de las prestaciones ofrecidas, parecen no haber prefigurado en la agenda de nadie. O de muy pocos.
La funcionalidad de un celular es sólo uno de los aspectos que definen a un producto destinado a  marcar su época: vamos más rápido que nuestra capacidad de reflexión.
Poco importará esto a los que quieran ingresar al exclusivo club. La era de las computadoras ambulantes, transfiguradas en teléfonos que necesitan de extrañas presentaciones (I “algo”, G “algo”), ya es un hecho indiscutible.

* Este artículo es un adelanto del que aparecerá publicado el domingo en el Suplemento Económico del «Río Negro» que incluye un info con todos los datos que caracterizan a los modelos.

El sustento de los sueños

En la foto, Antonio en pose de boxeador, La Nona, es la chica joven arriba de un caballo. Un rancho en el fin del mundo.

El rancho, porque no era más que eso, estaba ubicado a unos cien metros del camino que une Puerto Natales con Punta Arenas. Formaba parte de una estancia de unas 5 mil hectáreas a la que le decían Campo de la Flores.
A unos kilómetros, por atrás de los establos y el galpón donde se guardaban los aparejos, cruza un río donde a veces nos bañábamos, y mucho pero mucho más hacia lo lejos, se levanta una cadena de montañas, de entre las cuales surge un valle profundo que visto desde la ruta refleja un azul y un marrón que no alcanza a ser verde.
Vivíamos allí, en familia, precariamente. Al costado había otra construcción, un salón amplio en el que se apilaban catres y literas. Era el lugar de descanso de los ovejeros durante la época de la esquila. Los gauchos del sur.
Me gustaba escuchar sus historias de fantasmas, asistir a la transformación de sus miedos en fantasías y relatos. Mi abuelo me dejaba quedarme allí hasta la medianoche. Con mi rostro apenas alumbrado por el rojo candente de un tacho al que le iban metiendo leña seca, esperaba a que sus palabras surtieran un efecto narcótico y alucinatorio: luces malas, barcos fantasmas, demonios que roban espíritus.
Otras noches eran amenizadas, aunque en el rancho y sobre las camas, por mi madre y mi tía, La Nona, que con paciencia finita nos leían a mi prima, Paola y a mi, relatos de Julio Verne y otros autores que no recuerdo. Eso sucedía a la luz de una lámpara de querosén.
Aun hoy no deja de asombrarme que en el fin del mundo, perdidos en una cabaña construida a base de madera y algo de chapa, dos mujeres jóvenes introdujeran a sus hijos en el territorio de la literatura. Vivíamos de un modo tan salvaje, tan natural y despojado, que los libros y los relatos de los “viejos”, como les decía mi abuelo Antonio a los trabajadores, componían un único y preferencial contacto con la civilización y el arte. Instalados en el Jardín del Edén nos fugábamos a la Tierra de Nunca Jamás.
En las tardes de verano me dedicaba a pasear a caballo, o le ayudaba a mi abuelo a controlar algunos de los animales sueltos. Nada severo. Pero, en general, hacía lo que se me daba la gana, que no era otra cosa que andar durante horas dejándome llevar hacia las montañas y los bosques vírgenes de cualquier contacto humano. A veces me encontraba con tropillas de caballos salvajes o con las trampas para puma que dejaba Antonio. Bebía el destilado de la inaudita soledad. Nadie, nunca.
Cuando el frío se hacía insoportable volvíamos al pueblo. Pero al llegar las nieves definitivas, hacíamos excitados la ruta inversa. En la inmensidad del sur, la nieve tenía metros de espesor, las ovejas pedían auxilio y los caballos pasaban de largo hacia un suelo ahora incierto.
A lo largo mi vida he transcurrido por innumerables casas, junto a gentes de lo más variopintas: con una abuela fría y dura que un día echó a mi madre y a su crío, cuando esta recién se separaba de un hombre de natulareza atormentada, mi padre; con unos tíos queridos y comprensivos que nos prestaron una litera y un cuarto algo más grande que un ropero, donde permanecimos espectantes por dos años; con un grupo de coreanos emigrados a mi pueblo que ocupaban la pensión de mi abuelo, ya retirado del campo, mientras mi madre jugaba a las cartas con dios en Santiago; en el cuarto de al lado de unas putas de peinados enormes y perfume penetrante, en la época en que dejé el sur y lo cambié por Buenos Aires, acompañando temporalmente a unos amigos instalados en un hotel de mala muerte en Tucumán al 700; en una casa interior que sirvió de refugio a gentes que se ocultaron de la dictadura militar, y a la cual todavía le quedaban sonidos de un pasado tortuoso.
No he dejado de pensar en el campo y en el humilde rancho en el que crecí. No he querido, no he podido olvidarlo. Este verano, mientras me dirigía a un aserradero en procura de unas maderas que al final no iba a comprar, observé desde una camioneta lo que quedaba del rancho, ahora reconvertido en casa patronal, y el misterioso valle detrás.
Allí quiero ir, fue lo primero que cruzó mi mente. Desde entonces lo he pensado mucho. No será fácil, ni expeditivo, demoraré entre idas y vueltas unos siete o más días. Para llegar al valle deberé conseguir ciertos permisos de una vieja familia acentada en las cercanías, luego comprar los caballos y conseguir quien me acompañe porque en esa zona uno puede tomarse a la risa muchas cosas, excepto la geografía y el caracter impredecible del clima.
El lugar que pretendo conocer nace en la hendidura entre dos montañas que deben andar por los 1500 metros de altura. Estoy seguro que no demasiados han hecho el recorrido completo. Un día al pasar se lo comenté a Antonio, que todavía vive y supongo que lo hará para siempre, y me mencionó un nombre que olvidé parcialmente: “Laguna negra” o algo por el estilo. También sacó a relucir un apellido. Todo cruzó mi cabeza sin dejar rastro.
Apenas si tengo la voluntad de ir. En eso estoy, pensando en cómo hacer y cuando ¿De esto se tratan los sueños que nos mantienen vivos?

Por qué no me gusta la universidad

Nunca me gustó demasiado asistir a la universidad. Y no hubiera sido un problema de no ser porque prácticamente odié también ir a la salita de cuatro, y al primario y al secundario. Apenas si podía soportar la idea de permanecer encerrado en un aula mirando al frente. El afuera se me antojaba mucho más prometedor que una clase de geografía, matemáticas o ciencia naturales. Sobra aclarar que era un alumno mediocre incluso en temas supuestamente afines a mi personalidad tales como literatura, gramática e historia. Un hecho que sólo revelaba -o debía revelar- una mediocre inteligencia. Sospecho que no estaba sólo en esta cruzada de manifiesto desinterés por la salir del ignominia.
Crecí sabiendo que perdía mi tiempo en las instituciones educacionales fueran cuales fueran. Cada intento por aprender no hacía más que graficar mi fracaso como estudiante. En estos casos uno tiende a adjudicarle la culpa a un profesor en especial, a una materia, a una escuela. Con los años cambié mi punto de vista hasta responsabilizarme de todo yo solito. La culpa de ser un tarado era sólo mía. Mis padres habían hecho lo mejor para mi, los profesores, mis amigos, mis profesores particulares cuando los había necesitado (y cuanto), el universo entero.
A medida que me fui convirtiendo en un adulto mayor, comencé a entender que no todas las personas pueden rendir del mismo modo ni asistir a los mismos métodos de enseñanza y que esto no establece parámetros definitivos de inteligencia. Es lo que nos diferencia de los animales (que bien pueden asistir a una academia canina y terminar aprendiendo a dar la pata) y de las máquinas, que en fila ensamblan eficientemente la piezas de algo que se transformará en un automóvil o una cafetera eléctrica.
¿Me faltó disciplina en el camino de mi formación? Pues, este es uno de los puntos centrales en la vieja discusión universidad formal versus la universidad de la calle. Desde que tengo memoria, he sido un amante de la lectura hasta un punto en que sólo podría considerarse una disciplina. Leo porque lo disfruto, aprendo cosas y porque es una llave que hace funcionar un mecanismo psicofísico que, creo, me acerca a un espacio mágico. Leo por las noches, por la tarde y, en muchas ocasiones, a la madrugada (a eso de las 5 AM). Darle una mirada a un diario no requiere mayor esfuerzo ni corporal ni emocional, leer todos los días, a cualquier hora del día, sobre los más variados temas, creo que es otra cosa.
Apartir de tal experiencia -y de la de otros periodistas e intelectuales como Claudio Uriarte, Salvador Benesdra, Oscar Masotta, Borges, entre muchos otros que carecieron de estudios convencionales y se las arreglaron con bibliotecas públicas o al interior de sus casas- entiendo que existe una oportunidad de mirar los hechos de un modo distinto. ¿Por qué una persona puede aprender determinadas artes, oficios y saberes de un modo caótico, no parametrizado aunque exigente y no en una institución donde se han establecido dosis y cuadrículas para el conocimiento?
En términos generales existe un sólo gran método de enseñanza. Un sistema predominante. Cualquiera que no consiga entrar en el molde, será desechado o la pasará mal. La “materia filtro” es un símbolo de esto, que en el fondo no hace más que graficar la necesidad de regular burdamente el mercado interno de las carreras.
He escuchado un millón de veces la frase: “la universidad me sirvió para”. Pero rara vez se discute para qué “no” sirve la educación formal. Queda mal decirlo, como si la institución universitaria fuera una prolongación de la Iglesia, digna de permanecer impoluta. Incuestionable.
El hecho de que ese sistema de educación me parezca caduco y comercial, no quiere decir que lo deseche por completo. Por ahora, es lo que hay. Tiempo atrás Alvin Toffler aseguró que la educación público y el mercado, iban a velocidades muy distintas: “¿Puede un sistema educativo que va a 15 km por hora preparar a sus alumnos para trabajar en empresas que van a 160 km por hora?”, se pregunta el autor de “La revolución de la riqueza”.
No es casualidad que en los últimos 20 años, y existiendo un grado tan alto de explosión tecnológica, los métodos de enseñanza continúen siendo rudimentarios y escasamente dinámicos: profesor al frente, comisiones de alumnos numerosas esperando su dosis. Como no es de extrañar que en el mismo periodo, profesiones antes consideradas marginales, under -como la de electricista, carpintero o fontanero-, se encuentren entre las mejor remuneradas en los países desarrollados. Y que otras -como el diseño en su variada gama de posibles ejecuciones prácticas, la estructuración y administración de redes de información, y un repertorio de saberes que apuntalan negocios no tradicionales-, no encuentren un espacio cabal donde ser enseñados. ¿Es un hecho fortuito que Super Mario Bross, el héroe de lo cotidiano, sea un fontanero?
“Vamos a hablar de cómo hacer para que los chicos puedan decirle a un empleador lo que saben y no donde lo aprendieron”, le dijo la semana pasada Charles Murray, científico social y autor de “The Bell Curve”, a la periodista Deborah Solomon del “New York Times”. Murray afirmó en su último libro «Real Educación», y para espanto de los especialistas, que muchos jóvenes están apunto de perder su tiempo en la búsqueda de una licenciatura.
Las sociedades en crecimiento pontificaron la idea de que el conocimiento y el acto de aprendizaje, cuadrimetrados, representan una necesidad y el camino más serio hacia el desarrollo personal. Antiguos métodos de enseñanza fueron relegados bajo el pretexto de que no son eficientes. Existe una necesidad muy obvia de disfrazar la vocación industrial de muchas instituciones de enseñanza del siglo XXI. Ya lo cantaba Rogers Waters, líder de Pink Floy, “Otro ladrillo en la pared”.
El sistema actual permite reunir a varios grupos de estudiantes en torno a un mismo espacio físico, otorgarles un tiempo de atención determinado y predecir sus conductas futuras. Todos pagan por saber lo mismo, y finalmente, todos irán detrás de similares trabajos. Es interesante ver aquel filme con Jim Carrey, “Las aventuras de Dick y Jane”, en el cual el protagonista asiste a una entrevista de trabajo con otros cientos de candidatos, vestidos exactamente igual a él y que pretenden el mismo puesto. Y es que uno de los mayores defectos del sistema universitario es haber propuesto escalas de valores para ciertas profesiones, ahora saturadas, en demérito de otras no aptas para figurar en el cuadro de honor de la familia. «La mitad de los 10.000 estudiantes de la UTN en Buenos Aires cursa Sistemas. Pero necesitamos que estudien tecnologías de mainframes, que es donde el resto del mundo nos está pidiendo recursos. Necesitamos que más estudiantes hablen inglés. Falta mayor desarrollo de tecnicaturas», señaló a “iEco”, un ejecutivo en IBM.
El conocimiento segmentado en piezas que van entregándose clase tras clase como si fueran píldoras o partes de un rompecabezas, es una operatoria destinada a conseguir un estandar de calidad y, a la vez, una eficiente fórmula comercial. Recordemos lo que le dice Will en “En busca del destino” a un estudiante de primer grado de Harvard: “todo lo que te enseñaron este año en Harvard por un montón de plata que pagaron tus padres, yo lo aprendí por 50 centavos en la Biblioteca Pública”. A lo que el otro responde: “Pero tus hijos van a ser empleados de los míos”. Bueno, yo ya no estaría tan seguro de eso.
Existe una realidad laboral que no condice con lo que ocurre en los centros educaciones. Deficiencias de formación básica, sobrepoblación de carreras no vinculadas a la investigación, el servicio o la productividad (justamente no pocas de estas son caras, prestigiosas y no necesitan de demasiada estructura), son algunos de los síntomas de la decadencia de una concepción educativa que tiene varios siglos de espesor.
La formación universal de un ser humano podría empezar en la universidad pero difícilmente certifique algo ¿Qué ocurre con los chicos que se niegan a dar el alto y el ancho del estandar?: “Estarán condenados a la marginalidad y a los empleos peor pagados”, es lo que asegura el discurso corporativo.
Lo curioso es que la realidad indica otra cosa. Estudios demuestran que muchos de los negocios que cada año se inician en los Estados Unidos, les pertenecen a personas que apenas cursaron el secundario.
Daniel Goleman, autor de La inteligencia emocional”, le comentó a Franciso Zárate de “Clarín”, días atrás, que hay universidades que sí están haciendo esfuerzos por cambiar y modernizarse tanto en sus estrategias como en temas que no son de lo más comunes. Dijo Coleman: “Richard Boyatzis, de la Case Western Reserve University, imparte un curso para ejecutivos en el que se diagnostican sus fortalezas y limitaciones en temas como equidad o autocontrol. Después, aprenden a mejorarlos de forma sistemática cuatro o cinco meses. Al final son evaluados de nuevo en una forma muy interesante: no lo hacen en la escuela, sino con gente que los conoce bien”.
Una prueba de que quedan horizontes educativos por explorar y un molde por romper.

¿Por qué se matan los escritores?

David Foster Wallace fue un escritor medianamente conocido en esta parte del mundo. Digo fue porque hace unos días se suicidó. Sus contemporáneos, ya sea la crítica, sus colegas de oficio o seguidores, lo consideraban brillante. Hubo incluso quien lo llamó un verdadero genio contemporáneo.
El 13 de septiembre pasado su esposa lo encontró colgando del techo en su casa de Claremont, California. Dejó tras de sí una obra de notable calidad y coherencia compuesta de novelas, artículos y ensayos. Su novela de largo, larguísimo aliento, “La broma infinita”, llegó a ser considerada por “Times”, una de las mejores piezas escritas en lengua inglesa desde 1923. Un periodo en que se ha cocinado buena parte de lo más excelso de la cultura literaria anglosajona.
Nada de esto, ninguno de los elogios que un talento como el suyo supo cosechar, le sirvió para distraerse del profundo dolor y acaso el desconcierto que lo atenazaba. Como John Kennedy Toole, como William S. Burroughs, como Hunter Thompson, Foster Wallace propició su final de un modo violento.
En no pocas reseñas acerca de su persona me he encontrado con periodistas, críticos o analistas que se preguntan, de un modo un tanto inocente, ¿cómo pudo hacerlo? O bien ¿aun se buscan las explicaciones que lo llevaron a tomar semejante decisión? Digo inocente, puesto que en la biografía de Wallace estaba apuntado desde hace rato que el tipo era un depresivo crónico. Un hombre que los últimos 20 años debió permanecer medicado para sortear sus impulsos suicidas. Su deceso, no pudo ser tampoco una gran sorpresa para sus familiares cercanos y su esposa. Su padre declaró poco después del hallazgo que la última vez que vio a su hijo, en agosto, estaba severamente medicado y hasta se había sometido a una terapia de electroshock.
Me parece más curioso descubrir como es que ciertas personas son capaces soportar la presión de su medio y de su propia psicología sin pegarse el tiro del final, antes que la decisión drástica de unos seres agotados y vacíos de esperanza. Vivir, y esto lo digo pensando en los analistas literarios que todavía rascan el fondo de la olla que dejó Foster Wallace, no es fácil para nadie y para algunos es poco menos que una tortura.
La sensación de finitud, de rutina circular que envuelve a tantos hechos cotidianos, es bien capaz de desatar la tragedia. Y esto se vuelve densamente peligroso cuando, como medio de creación y para ganarse el pan, se utiliza como materia prima a las emociones. Hace unos años, un famoso heavymetalero, comentó que el peor momento de su día era cuando llegaba la hora de sacar la basura. Entonces le daban unas tremendas ganas de matarse o, como mínimo, de emborracharse y drogarse hasta perder la conciencia. Sacar la basura era el símbolo que graficaba que ya no estaba de gira y que la vida perdía su cuota de adrenalina.
Foster Wallace se suicidó, en principio, porque sufría. Porque seguramente su pasado, uno del que no sabemos nada en detalle, no había sido del todo confortable. No fue capaz de elaborar su conflicto y contrariamente a lo que le sucedía con la literatura, no encontró las palabras mágicas que le permitieran fugarse del laberinto en el que se hallaba prisionero. Porque, convengamos en que Foster Wallace sigue allí.
Hace unos días llegó a las librerías un libro suyo realmente interesante, “Hablemos de langostas”. En este volumen se reunen una serie de ensayos que abarcan temas tan diversos como la pornografía, la política y las fiestas tradicionales al interior de los Estados Unidos. Sin embargo, el ensayo que más me conmovió por su preclaridad y desenfado fue el que su autor dedica a la industria pornográfica.
Foster Wallace disecciona el negocio del sexo a partir de los Premios Anuales AVN (Adult Video News), encuentro al que asiste como simple cronista ¿Quién pudo absorber tan crudo y retorcido conocimiento de una industria donde los eslogan de las películas prometen cabalgatas brutales y miembros descomunales, entre otras “delicatessen” para luego plasmarlo en un artículo de exquisita factura intelecual? Si, Foster Wallace.
Este artículo me hizo pensar en otro gran cronista fallecido hace unos meses, Claudio Uriarte. Uriarte también tenía una rara obsesión por la pornografía. En uno de sus más sorprendentes artículos escritos para la revista “La caja”, dirigida por Tomás Abraham, Uriarte, un erudito en música clásica, gastronomía y política internacional, demuestra un saber tan basto como indiscutible acerca del tema. Lo atractivo y revelador de su texto, no son las descripciones carnales que, en rigor, no abundan sino el análisis técnico de cada encuadre, el desglose erótico de las escenas, su proyección emocional y simbólica puestas en relieve, entre gemidos y penetraciones de amplio tenor, que nos empujan a suponer que Pablo Picasso y Samuel Beckett se perdieron de mucho por no prestarle la debida atención a “Garganta profunda”, “Las aventuras de superchica”, entre otros clásicos del género.
¿Quién elaboró una nada probable forma de redención intelectual entre el miembro gigantesco de John Holmes y el deseo mal actuado de una piba teñida de rubio vestida únicamente con un sombrero cowboy? En el medio nacional, solo Claudio Uriarte. Aquí es donde ambos destinos comienzan a hermarse. A Claudio le dolía la vida. Y como David Foster Wallace, él se fue a los cuarenta y tantos. Me niego a especular con simples casualidades entre ambos destinos.