El fin de la era del Zapping

La teoría del televisor como aparato unidireccional se volvió obsoleta más rápido de lo que imaginábamos. La televisión no alcanzó a ejercer su reinado sobre las nuevas generaciones por más de medio siglo. Ya en los ’90 comenzamos a vislumbrar una nueva forma de relación entre la audiencia y los medios masivos. Para entonces las posibilidades, todavía circunscriptas a la llamada «caja boba», eran no sólo enormes sino también, en ciertas áreas, secretas. Hasta dónde podíamos llegar se preguntaban analistas y consumidores. ¿Acaso íbamos a ser capaces de elegir nuestra propia película en lugar de hacer zapping el domingo por la tarde? ¡Guau! Casi 20 años después el zapping ya es un cadáver, por lo menos para jóvenes y adolescentes. Los internautas han terminado por relegar la televisión como eje de sus consumos visuales para sumergirse en un universo fantástico que tiene a los buscadores como perfectos guías del deseo.

El zapping era un salto vacío. Un acto que de tan repetitivo se volvía agotador. Un elogio del aburrimiento existencial que firmó su sentencia de muerte el día en que la audiencia tuvo la opción de navegar. Otro acto sencillo aunque complaciente que equivale a la búsqueda de un tesoro autoinvocado. Pongamos un simple ejemplo: en un reproductor de música gratuita como Deezer, alcanza con escribir las iniciales de un artista que nos interesa para que el mismo buscador del sitio nos ofrezca decenas de músicos de similares características que podrían interesarnos. Alguien bautizó este servicio como «radio inteligente».

En breve ocurrirá lo mismo en la red, cuando nos dispongamos a disfrutar de un clásico del cine de vaqueros y en la pantalla -arriba, abajo, al costado- nos indiquen amablemente los westerns que no deberíamos perdernos después. Genial.

Los chicos de hoy se adentran en la web pero difícilmente naufraguen. El hundimiento de los internautas fue un fenómeno muy típico de los fines de los ’90 y principios del nuevo siglo. Quienes recién se atrevían a esta aventura de múltiples opciones estaban frente a la encrucijada de entender el proceso o aburrirse. Aquel dilema ha sido barrido de plano por programas guías que hacen que cada uno encuentre un resto de su deseo o vocación entre los millones de sitios que alimentan este organismo en constante desarrollo.

Cada día quedan menos tópicos y palabras que no encuentren su equivalente virtual. El ingreso de los contenidos de ficción en formatos condensados y de buena calidad marcará el fin de la televisión. No es casual que muchos chicos al ver un programa en su tradicional televisor se sientan tentados de exigirle al aparato una performance que le queda grande. Entonces se fugan a la computadora (que más temprano que tarde también mutará). Muchas de las cadenas norteamericanas ya han instalado sus grillas de manera gratuita en internet.

No hay forma de detener el funcionamiento de un sistema que imita al cerebro humano y su fastuosa capacidad de elaborar alternativas. Hoy mismo ver una serie por internet implica saltarse un aviso publicitario o verlo de un modo personalizado que nos invita a pintar de rojo el auto que nos están vendiendo. Significa también poseer el tiempo y la forma sobre el contenido: el cuándo, el cómo, el qué. A esto se le suma una serie de posibilidades que ya están lejos de la ciencia ficción: mandarles un mail a los actores, charlar con otros fanáticos del programa, acceder a escenas borradas y al backstage, proponer un nuevo guión, votar el próximo show y hasta compartirlo mediante un link (vía Facebook o Blogger) con otro amigo o embeberlo en el propio blog, donde la telaraña seguirá creciendo y creciendo.

Lo que los nuevos medios están haciendo con las audiencias es, en buena medida, lo que éstas están haciendo con ellos. Como adultos, tal vez, no habría que temer tanto y postear, chatear y linkear más.

Publicado en «Río Negro»

Los Soprano, los malos vuelven

Hubo un tiempo, inaudito, en que Los Soprano no existían en la televisión. Siempre estuvieron presentes en el imaginario colectivo en la forma de los personajes de «El padrino» y con las apariciones fugaces, borrosas que John Gotti y compañía hacían en «The New York Post».

En realidad, los mafiosos fascinaban desde las sombras. Gracias a Gotti, ningún «señor modestia», se sabía que usaban corbatas de seda oriental y trajes de 5000 dólares. Que fumaban puros cubanos y bebían champagne en los más exclusivos VIP de la noche de Nueva York, Chicago y Las Vegas.

Hasta donde la información alcanzaba, los capos mafia no estaban particularmente interesados en el cine. Por eso no se los vía por Los Angeles. ¡Y Miami? Humm, demasiado soleado para hacer ciertos negocios.

Pero aquellas eran puras teorías. Hasta que llegó la familia Soprano y se dedicó a darle la razón a las leyendas urbanas y, de paso, contradecir una serie de ideas que se tenían con respecto a la intimidad de los delincuentes más glamorosos que conoció la historia del crimen: los hijos y ahijados de la Cosa Nostra.

Una de los tantos detalles que los neófitos aprendieron fue que, quizás, sólo quizás, los mafiosos tuvieran ataques de pánicos, momentos de angustia, padres y tíos geniales e idiotas e, incluso, una familia muy normal en un barrio clase alta, donde las mansiones se disputan el espacio a los codazos. Es más, también se trataban con una sensual terapeuta de la cual se enamoraban sin remedio.

Increíble pero cierto: los mafiosos sacaban su basura, igual que usted o

yo. Okay, convengamos en que a veces en la bolsa negra no sólo iban latas de cerveza, también un dedo, una cabeza cercenada o los documentos de un finado.

Cuestiones del oficio.

La primera temporada de «Los Soprano», que hoy, a las 21, comienza a emitir Warner (tras su paso por la señal codificada HBO, que la produjo y la emitió durante siete temporadas), fue la mejor no sólo por su calidad visual y la estatura de sus diálogos, sino porque fue la más atrevida.

Señaló con virtud todo lo que no se decía de los mafiosos y agregó más. Puso notas al pie de página. Empujó los límites de la sabiduría callejera. Estableció normas y reglas del juego que eran ignoradas por la masa.

Resultó tan poderosa su convocatoria, fueron tan creíbles sus planteos, que se comenzó a desarrollar un extraño juego entre la realidad y la ficción. Un juego de póker donde verdad y mentira tenían el rostro del Joker. Los mafiosos, según pudo comprobar el FBI, durante los primeros años de la serie, se dedicaron a imitar el estilo tan característico de Tony Soprano y sus lugartenientes.

De pronto los trajes, los habanos y las calles que frecuentaban estos muchachos se pusieron de moda.

Por sorprendente que suene, después de «Los Sopranos», ser un mafioso cabal requería un conocimiento no menor de las alternativas de programa.

Cuando a las librerías llegó un libro acerca de «cómo vestir y andar al estilo Soprano», significó un emergente de toda esa fiesta bruja que rondaba a la serie, creada por David Chase.

Se dijo que James Gandolfini, tenía contactos habituales con algunas de las familias mafiosas, que recibieron asesoramiento de auténticos sicarios de la Cosa Nostra y que si los guiones se evidenciaban tan reales era porque, al fin, la mafia había puesto sus narices en la serie.

Tal vez lo único cierto de tantas hipótesis oscuras, fuera que los mafiosos se sintieron tan atrapados por la serie como el resto del público y no dudaron en homenajear a sus artistas preferidos.

La idea subyacente en «Los Soprano», que convirtió a Gandolfini en uno de los actores mejor pagados de la historia de la televisión norteamericana después de muchas tironeos, es tan insolente como perturbadora: los mafiosos también tienen sentimientos y rutinas al igual que cualquier hijo de vecino, con la diferencia de que en lugar de ir a la oficina van al club de nudistas, luego a la calle y después aterrizan en el cuello de algún pobre infeliz que les debe dinero.

Todo un signo de estos tiempos violentos.

Publicada originalmente en diario «Río Negro»