Por qué no me gusta la universidad

Nunca me gustó demasiado asistir a la universidad. Y no hubiera sido un problema de no ser porque prácticamente odié también ir a la salita de cuatro, y al primario y al secundario. Apenas si podía soportar la idea de permanecer encerrado en un aula mirando al frente. El afuera se me antojaba mucho más prometedor que una clase de geografía, matemáticas o ciencia naturales. Sobra aclarar que era un alumno mediocre incluso en temas supuestamente afines a mi personalidad tales como literatura, gramática e historia. Un hecho que sólo revelaba -o debía revelar- una mediocre inteligencia. Sospecho que no estaba sólo en esta cruzada de manifiesto desinterés por la salir del ignominia.
Crecí sabiendo que perdía mi tiempo en las instituciones educacionales fueran cuales fueran. Cada intento por aprender no hacía más que graficar mi fracaso como estudiante. En estos casos uno tiende a adjudicarle la culpa a un profesor en especial, a una materia, a una escuela. Con los años cambié mi punto de vista hasta responsabilizarme de todo yo solito. La culpa de ser un tarado era sólo mía. Mis padres habían hecho lo mejor para mi, los profesores, mis amigos, mis profesores particulares cuando los había necesitado (y cuanto), el universo entero.
A medida que me fui convirtiendo en un adulto mayor, comencé a entender que no todas las personas pueden rendir del mismo modo ni asistir a los mismos métodos de enseñanza y que esto no establece parámetros definitivos de inteligencia. Es lo que nos diferencia de los animales (que bien pueden asistir a una academia canina y terminar aprendiendo a dar la pata) y de las máquinas, que en fila ensamblan eficientemente la piezas de algo que se transformará en un automóvil o una cafetera eléctrica.
¿Me faltó disciplina en el camino de mi formación? Pues, este es uno de los puntos centrales en la vieja discusión universidad formal versus la universidad de la calle. Desde que tengo memoria, he sido un amante de la lectura hasta un punto en que sólo podría considerarse una disciplina. Leo porque lo disfruto, aprendo cosas y porque es una llave que hace funcionar un mecanismo psicofísico que, creo, me acerca a un espacio mágico. Leo por las noches, por la tarde y, en muchas ocasiones, a la madrugada (a eso de las 5 AM). Darle una mirada a un diario no requiere mayor esfuerzo ni corporal ni emocional, leer todos los días, a cualquier hora del día, sobre los más variados temas, creo que es otra cosa.
Apartir de tal experiencia -y de la de otros periodistas e intelectuales como Claudio Uriarte, Salvador Benesdra, Oscar Masotta, Borges, entre muchos otros que carecieron de estudios convencionales y se las arreglaron con bibliotecas públicas o al interior de sus casas- entiendo que existe una oportunidad de mirar los hechos de un modo distinto. ¿Por qué una persona puede aprender determinadas artes, oficios y saberes de un modo caótico, no parametrizado aunque exigente y no en una institución donde se han establecido dosis y cuadrículas para el conocimiento?
En términos generales existe un sólo gran método de enseñanza. Un sistema predominante. Cualquiera que no consiga entrar en el molde, será desechado o la pasará mal. La “materia filtro” es un símbolo de esto, que en el fondo no hace más que graficar la necesidad de regular burdamente el mercado interno de las carreras.
He escuchado un millón de veces la frase: “la universidad me sirvió para”. Pero rara vez se discute para qué “no” sirve la educación formal. Queda mal decirlo, como si la institución universitaria fuera una prolongación de la Iglesia, digna de permanecer impoluta. Incuestionable.
El hecho de que ese sistema de educación me parezca caduco y comercial, no quiere decir que lo deseche por completo. Por ahora, es lo que hay. Tiempo atrás Alvin Toffler aseguró que la educación público y el mercado, iban a velocidades muy distintas: “¿Puede un sistema educativo que va a 15 km por hora preparar a sus alumnos para trabajar en empresas que van a 160 km por hora?”, se pregunta el autor de “La revolución de la riqueza”.
No es casualidad que en los últimos 20 años, y existiendo un grado tan alto de explosión tecnológica, los métodos de enseñanza continúen siendo rudimentarios y escasamente dinámicos: profesor al frente, comisiones de alumnos numerosas esperando su dosis. Como no es de extrañar que en el mismo periodo, profesiones antes consideradas marginales, under -como la de electricista, carpintero o fontanero-, se encuentren entre las mejor remuneradas en los países desarrollados. Y que otras -como el diseño en su variada gama de posibles ejecuciones prácticas, la estructuración y administración de redes de información, y un repertorio de saberes que apuntalan negocios no tradicionales-, no encuentren un espacio cabal donde ser enseñados. ¿Es un hecho fortuito que Super Mario Bross, el héroe de lo cotidiano, sea un fontanero?
“Vamos a hablar de cómo hacer para que los chicos puedan decirle a un empleador lo que saben y no donde lo aprendieron”, le dijo la semana pasada Charles Murray, científico social y autor de “The Bell Curve”, a la periodista Deborah Solomon del “New York Times”. Murray afirmó en su último libro «Real Educación», y para espanto de los especialistas, que muchos jóvenes están apunto de perder su tiempo en la búsqueda de una licenciatura.
Las sociedades en crecimiento pontificaron la idea de que el conocimiento y el acto de aprendizaje, cuadrimetrados, representan una necesidad y el camino más serio hacia el desarrollo personal. Antiguos métodos de enseñanza fueron relegados bajo el pretexto de que no son eficientes. Existe una necesidad muy obvia de disfrazar la vocación industrial de muchas instituciones de enseñanza del siglo XXI. Ya lo cantaba Rogers Waters, líder de Pink Floy, “Otro ladrillo en la pared”.
El sistema actual permite reunir a varios grupos de estudiantes en torno a un mismo espacio físico, otorgarles un tiempo de atención determinado y predecir sus conductas futuras. Todos pagan por saber lo mismo, y finalmente, todos irán detrás de similares trabajos. Es interesante ver aquel filme con Jim Carrey, “Las aventuras de Dick y Jane”, en el cual el protagonista asiste a una entrevista de trabajo con otros cientos de candidatos, vestidos exactamente igual a él y que pretenden el mismo puesto. Y es que uno de los mayores defectos del sistema universitario es haber propuesto escalas de valores para ciertas profesiones, ahora saturadas, en demérito de otras no aptas para figurar en el cuadro de honor de la familia. «La mitad de los 10.000 estudiantes de la UTN en Buenos Aires cursa Sistemas. Pero necesitamos que estudien tecnologías de mainframes, que es donde el resto del mundo nos está pidiendo recursos. Necesitamos que más estudiantes hablen inglés. Falta mayor desarrollo de tecnicaturas», señaló a “iEco”, un ejecutivo en IBM.
El conocimiento segmentado en piezas que van entregándose clase tras clase como si fueran píldoras o partes de un rompecabezas, es una operatoria destinada a conseguir un estandar de calidad y, a la vez, una eficiente fórmula comercial. Recordemos lo que le dice Will en “En busca del destino” a un estudiante de primer grado de Harvard: “todo lo que te enseñaron este año en Harvard por un montón de plata que pagaron tus padres, yo lo aprendí por 50 centavos en la Biblioteca Pública”. A lo que el otro responde: “Pero tus hijos van a ser empleados de los míos”. Bueno, yo ya no estaría tan seguro de eso.
Existe una realidad laboral que no condice con lo que ocurre en los centros educaciones. Deficiencias de formación básica, sobrepoblación de carreras no vinculadas a la investigación, el servicio o la productividad (justamente no pocas de estas son caras, prestigiosas y no necesitan de demasiada estructura), son algunos de los síntomas de la decadencia de una concepción educativa que tiene varios siglos de espesor.
La formación universal de un ser humano podría empezar en la universidad pero difícilmente certifique algo ¿Qué ocurre con los chicos que se niegan a dar el alto y el ancho del estandar?: “Estarán condenados a la marginalidad y a los empleos peor pagados”, es lo que asegura el discurso corporativo.
Lo curioso es que la realidad indica otra cosa. Estudios demuestran que muchos de los negocios que cada año se inician en los Estados Unidos, les pertenecen a personas que apenas cursaron el secundario.
Daniel Goleman, autor de La inteligencia emocional”, le comentó a Franciso Zárate de “Clarín”, días atrás, que hay universidades que sí están haciendo esfuerzos por cambiar y modernizarse tanto en sus estrategias como en temas que no son de lo más comunes. Dijo Coleman: “Richard Boyatzis, de la Case Western Reserve University, imparte un curso para ejecutivos en el que se diagnostican sus fortalezas y limitaciones en temas como equidad o autocontrol. Después, aprenden a mejorarlos de forma sistemática cuatro o cinco meses. Al final son evaluados de nuevo en una forma muy interesante: no lo hacen en la escuela, sino con gente que los conoce bien”.
Una prueba de que quedan horizontes educativos por explorar y un molde por romper.

¿Por qué se matan los escritores?

David Foster Wallace fue un escritor medianamente conocido en esta parte del mundo. Digo fue porque hace unos días se suicidó. Sus contemporáneos, ya sea la crítica, sus colegas de oficio o seguidores, lo consideraban brillante. Hubo incluso quien lo llamó un verdadero genio contemporáneo.
El 13 de septiembre pasado su esposa lo encontró colgando del techo en su casa de Claremont, California. Dejó tras de sí una obra de notable calidad y coherencia compuesta de novelas, artículos y ensayos. Su novela de largo, larguísimo aliento, “La broma infinita”, llegó a ser considerada por “Times”, una de las mejores piezas escritas en lengua inglesa desde 1923. Un periodo en que se ha cocinado buena parte de lo más excelso de la cultura literaria anglosajona.
Nada de esto, ninguno de los elogios que un talento como el suyo supo cosechar, le sirvió para distraerse del profundo dolor y acaso el desconcierto que lo atenazaba. Como John Kennedy Toole, como William S. Burroughs, como Hunter Thompson, Foster Wallace propició su final de un modo violento.
En no pocas reseñas acerca de su persona me he encontrado con periodistas, críticos o analistas que se preguntan, de un modo un tanto inocente, ¿cómo pudo hacerlo? O bien ¿aun se buscan las explicaciones que lo llevaron a tomar semejante decisión? Digo inocente, puesto que en la biografía de Wallace estaba apuntado desde hace rato que el tipo era un depresivo crónico. Un hombre que los últimos 20 años debió permanecer medicado para sortear sus impulsos suicidas. Su deceso, no pudo ser tampoco una gran sorpresa para sus familiares cercanos y su esposa. Su padre declaró poco después del hallazgo que la última vez que vio a su hijo, en agosto, estaba severamente medicado y hasta se había sometido a una terapia de electroshock.
Me parece más curioso descubrir como es que ciertas personas son capaces soportar la presión de su medio y de su propia psicología sin pegarse el tiro del final, antes que la decisión drástica de unos seres agotados y vacíos de esperanza. Vivir, y esto lo digo pensando en los analistas literarios que todavía rascan el fondo de la olla que dejó Foster Wallace, no es fácil para nadie y para algunos es poco menos que una tortura.
La sensación de finitud, de rutina circular que envuelve a tantos hechos cotidianos, es bien capaz de desatar la tragedia. Y esto se vuelve densamente peligroso cuando, como medio de creación y para ganarse el pan, se utiliza como materia prima a las emociones. Hace unos años, un famoso heavymetalero, comentó que el peor momento de su día era cuando llegaba la hora de sacar la basura. Entonces le daban unas tremendas ganas de matarse o, como mínimo, de emborracharse y drogarse hasta perder la conciencia. Sacar la basura era el símbolo que graficaba que ya no estaba de gira y que la vida perdía su cuota de adrenalina.
Foster Wallace se suicidó, en principio, porque sufría. Porque seguramente su pasado, uno del que no sabemos nada en detalle, no había sido del todo confortable. No fue capaz de elaborar su conflicto y contrariamente a lo que le sucedía con la literatura, no encontró las palabras mágicas que le permitieran fugarse del laberinto en el que se hallaba prisionero. Porque, convengamos en que Foster Wallace sigue allí.
Hace unos días llegó a las librerías un libro suyo realmente interesante, “Hablemos de langostas”. En este volumen se reunen una serie de ensayos que abarcan temas tan diversos como la pornografía, la política y las fiestas tradicionales al interior de los Estados Unidos. Sin embargo, el ensayo que más me conmovió por su preclaridad y desenfado fue el que su autor dedica a la industria pornográfica.
Foster Wallace disecciona el negocio del sexo a partir de los Premios Anuales AVN (Adult Video News), encuentro al que asiste como simple cronista ¿Quién pudo absorber tan crudo y retorcido conocimiento de una industria donde los eslogan de las películas prometen cabalgatas brutales y miembros descomunales, entre otras “delicatessen” para luego plasmarlo en un artículo de exquisita factura intelecual? Si, Foster Wallace.
Este artículo me hizo pensar en otro gran cronista fallecido hace unos meses, Claudio Uriarte. Uriarte también tenía una rara obsesión por la pornografía. En uno de sus más sorprendentes artículos escritos para la revista “La caja”, dirigida por Tomás Abraham, Uriarte, un erudito en música clásica, gastronomía y política internacional, demuestra un saber tan basto como indiscutible acerca del tema. Lo atractivo y revelador de su texto, no son las descripciones carnales que, en rigor, no abundan sino el análisis técnico de cada encuadre, el desglose erótico de las escenas, su proyección emocional y simbólica puestas en relieve, entre gemidos y penetraciones de amplio tenor, que nos empujan a suponer que Pablo Picasso y Samuel Beckett se perdieron de mucho por no prestarle la debida atención a “Garganta profunda”, “Las aventuras de superchica”, entre otros clásicos del género.
¿Quién elaboró una nada probable forma de redención intelectual entre el miembro gigantesco de John Holmes y el deseo mal actuado de una piba teñida de rubio vestida únicamente con un sombrero cowboy? En el medio nacional, solo Claudio Uriarte. Aquí es donde ambos destinos comienzan a hermarse. A Claudio le dolía la vida. Y como David Foster Wallace, él se fue a los cuarenta y tantos. Me niego a especular con simples casualidades entre ambos destinos.

Los mejores periodistas de deportes

Son muchas las ocasiones en que se discute quién es el mejor jugador de fútbol del mundo. También se acostumbra a elaborar listas con los jugadores que integrarían un equipo ideal. Pero no sé si se ha hecho aun la lista de los mejores periodistas de deportes del planeta. A mi me gustaría postular al menos tres. Dos argentinos (como no) y un español. Se trata de Juan Pablo Varsky, quién el mes que viene sacará su primer libro, Gonzalo Bonadeo, una enciclopedia que pudimos disfrutar durante los últimos Juego Olímpicos, y el gran Santiago Segurola, ex editor de la sección deportes de «El País», ex- editor del suplemento cultural «Babelia» del mismo diario, actual periodista estrella del diario deportivo «Marca».
Cada semana Segurola conversa con sus lectores y lo interesante del caso no es sólo la calidad de sus respuestas sino el enorme espectro que cubren. Acostumbrados, sus lectores le preguntan de todo. desde el Kun Agüero hasta Guti, pasando por consultas vinculadas a la literatura, el cine y la música. Un verdadero festín de conocimiento.

http://www.marca.com/charlas/santiagosegurola/22092008.html
http://gonzalobonadeo.blog.arnet.com
http://eblog.com.ar/4764/adelanto-mas-que-un-juego

La palabra del mago

Dramaturgo, actor, cineasta, poeta, gurú del nuevo milenio, creador del teatro pánico y de la psicomagia, tarotista y autor de exitosos cómics, Alejandro Jodorowsky apunta al saber universal y a vivir como una figura inclasificable y polémica. Perfil del hombre que casó a Marilyn Manson.

Lo inabarcable tiene un nombre: Alejandro Jodorowsky. Escritor. Poeta. Tarotista. Psicomago. Dramaturgo. Actor. Director de cine. Gurú del pasado y del nuevo milenio. Creador de amplio espectro. Espíritu en llamas. Portador de un destino épico. Una prueba de divinidad pagana. Como verán, para denominar a Jodorowsky -versionando a Abilio Estévez- todas las palabras prestan servicio.

Su figura comenzó a remontar vuelo en una de las épocas más excitantes del siglo XX, los ’60. Fue amigo íntimo de André Breton, Marcel Marceau y Fernando Arrabal, entre otros. Con todos ellos creó, puso en duda lo establecido y dio un paso hacia una nueva concepción del mundo. Con esta banda de locos sagrados tomó posesión de los espacios públicos con el propósito nada humilde de replantear las posibilidades del arte.

Antes de eso, Jodorowsky fue un niño, el hijo pequeño de inmigrantes rusos que hicieron de Chile su nueva patria. Sin embargo, para este artista elástico las fronteras son líneas sin sentido. Vivió un tiempo en México, donde hizo teatro, cine y literatura, hasta que un día se trasladó a Francia, país que lo vio transmutar en brujo, en prodigio literario y en sabio.

Sus materias de interés, sus objetos de estudio profundo, son tan devastadoramente amplios que en una misma humanidad conviven el delirio rocker de Marilyn Manson, la lectura del tarot y el cine de culto. En cada disciplina que ha desarrollado, Jodorowsky hubo de sorprender, escandalizar y conmover.

Como es una tarea compleja definir su personalidad y su obra en un párrafo e incluso en un extenso artículo, apelamos a las fotografías relatadas. Postales idiomáticas que lo visten y lo desnudan como a un ángel travieso.

Primero acto. Plantado sobre un escenario donde las reglas teatrales han sido absolutamente cuestionadas, Jodorowsky transmigra de personaje a persona: justo lo contrario de lo que propone el teatro tradicional. Se enlaza en bailes rituales con distintos objetos y compañeros de jornada que se derraman sobre su cuerpo hasta fundirlo en algo nuevo. Es bañado en sangre. En leche. En saliva. Es golpeado con un látigo. Él también golpea. Muere. Renace. Realiza malabares con serpientes mortales que por un instante imagina entre las piernas de su audiencia. Palomas surcan el espacio del lugar. En un ambiente cerrado, el público pierde el alma hasta descubrir un cuerpo insospechado. Teatro pánico. De eso se trata esta locura sanadora. La finalidad de su arte es reconocer que el yo permanece varias capas más abajo del personaje cotidiano que portamos en los documentos y en la calle y que el teatro debe servir como un medium que permita despejar incógnitas y hacer consciente la representación múltiple. Actuamos para vivir y su teatro implica vivir para descu

brir la autoconciencia del personaje.

Segundo acto. Él lo ha definido como «mi bello monstruo». Y lo es. De algún modo, Alejandro Jodorowsky y Marilyn Manson se han hecho amigos íntimos. Hasta se habla de que protagonizarán juntos una película. Por lo pronto, cuando Marilyn decidió casarse, ¿a quién le pidió oficiar de sumo sacerdote? Sí: a Jodorowsky. En un rincón del mundo, el anticristo del rock y su amada se unen por la eternidad y el mago bendice esta unión bajo un cielo negro. Alguna vez Jodorowsky había dicho en una entrevista que «una pareja no puede ser casada por un cura que se masturba; debe ser casada por una pareja».

Tercer acto. Sentado en un set de televisión que semeja el estudio de un intelectual amante de los libros, Jodorowsky lee las cartas del tarot. Es una sesión extraña. Definitivamente rara. El escritor le ha pedido al maestro tarotista que a través de las cartas le hable de dos circunstancias que afectan a España: una ecológica y la otra, política. Jodorowsky se olvida parcialmente del decorado y de que están en un show mediático y se muestra intenso, sincero y comprometido. Su lectura conmueve las bases del lugar. Sánchez Dragó se regocija como quien asiste a un milagro.

Cuarto acto. Distintos momentos que sirven para completar el perfil. Jodorowsky en un lugar público y abierto de un país extranjero explicando el tarot a un grupo de iniciados. Explicando en un programa de la televisión inglesa el teatro pánico y su percepción psicomágica del mundo. In english, off course. Jodorowsky como protagonista de un especial francés dedicado al tarot de Marsella. Jodorowsky en un encuentro sumamente entretenido con Jesús Quintero. Jodorowsky confesándole a Sánchez Dragó que se ha programado para vivir 150 años. Jodorowsky en un programa de la televisión trasandina proponiéndole a la presidenta Michelle Bachelet que Chile le otorgue una salida al mar a Bolivia. Un acto de humanidad, de solidaridad. Sin pedir nada a cambio.

Quinto acto. Jodorowsky filma -esto, hace años ya- en México otra de sus polémicas historias con destino al circuito

independiente. El gobierno militar mexicano no ve con buenos ojos que se asocie la producción del chileno-ruso-francés-mexicano con la magia negra y con extrañas simbolizaciones paganas. Sus detractores aseguran que usa una iglesia para llevar a cabo rituales demoníacos. Al tiempo que le mandan sus respetos por una obra que al parecer es del gusto del presidente de turno (y por eso no se han tomado medidas más drásticas), miembros del gobierno le hacen saber su disconformidad. Jodorowsky sabe cómo son estas cosas y huye a Estados Unidos con todo el equipo y su familia. Tiempo después la película obtiene reconocimiento internacional. Las autoridades se muestran entonces enojadas por haberlas abandonado sin aviso.

Sexto acto. En uno de sus famosos sueños lúcidos, Jodorowsky se encuentra con un ángel. Se trata de una divinidad poderosa, resplandeciente y silenciosa. El psicomago decide mantener una relación sexual con el querubín. No duda en solicitarle una penetración. El ángel se la concede. Un pene luminoso, como un tubo conductor de energía, hace su aparición y se abre paso por el cuerpo de Jodorowsky. El líquido, energía sagrada, estalla en el interior del escritor, quien alcanza el nirvana.

Tan inclasificable se ha vuelto con los años Jodorowsky, que sus fanáticos podrían pasar una tarde entera en una feria dedicada a su obra sin reconocerse los unos a los otros. En términos oficiales, Jodorowsky es un destacado, singular, delirante director de cine cuyo título más prestigioso es «El Topo», un western retorcido donde afloran la violencia, la pasión y el total desequilibrio de sus protagonistas. Con él se abrió paso entre los públicos más exigentes y a partir de ese proyecto alabado por la crítica en Europa cimentó una carrera cinematográfica muy dispar, aunque siempre provocadora. Por muchos años su obra ha permanecido al margen de los videoclubes y los cines. YouTube ofrece un magro consuelo pero consuelo al fin. De «El Topo» puede encontrarse un conjunto de imágenes en forma de tráiler.

Del cine Jodorowsky ha dicho: «No importan los movimientos de la cámara. Ella debe moverse sólo cuando no se puede quedar quieta. Tú llevas el alimento en la mano. La cámara es un perro. Hazla que con hambre siga el alimento. El hambre hace que el animal se borre. No hay perro, hay hambre, no hay cámara. Hay acontecimientos. Nunca te puedes comer la manzana entera en el mismo instante. Tienes que dar mordiscos. Mientras comes tienes una parte. Debes saber que el trozo que mascas no es la manzana entera. Nunca puedes tener la manzana entera en la boca porque por muy grande que sea tu boca no puede caber en ella el fruto que es parte del árbol ni el árbol que es parte de la tierra. La pantalla es tu boca… no intentes trabajar con tomas absolutas. No creas que existe la toma mejor. A la manzana la puedes morder en cualquier sitio. Si la manzana es dulce, no importa por dónde empieces a comerla. Preocúpate de la manzana, no de tu boca».

El cómic tampoco ha sido ajeno a Jodorowsky, y en este caso su arte también es extenso y rico. Ha desarrollado historietas con hombres tan prestigiosos como Milo Manara y Moebius. En rigor, una de sus más sólidas fuentes de ingresos viene de los derechos de las decenas de cómics que se reproducen en distintos mercados y que llevan su firma.

Una de las claves de su eternidad es el cambio constante, la progresión hacia lo próximo: «Uno no puede bañarse dos veces en la misma idea. El hecho de que Matta -refiriéndose al famoso pintor Roberto- se haya puesto ‘cartucho’ me habla bien de él y significa que no va a envejecer. El cerebro envejece en el momento en que te adaptas a una idea y no la cambias. Uno no puede bañarse dos veces en la misma idea. Sigo el pensamiento de Heráclito, que decía que uno no debía bañarse dos veces en el mismo río. Las ideas deben ser como las camisas, que uno se cambia constantemente. No hay que ser fiel con las ideas, ni siquiera con las políticas, ni morales, ni artísticas ni nada. Hay que usarlas mientras sean útiles y después cambiarlas. Si no, se envejece».

Y, por supuesto, Jodorowsky no ha envejecido. «¿Sabes cuál es nuestro cuerpo?», le preguntó a Jesús Quintero. «El universo es nuestro cuerpo».

Cualquier capítulo final de este lúcido personaje debería estar dedicado a su mayor creación o al menos a la más compleja y fascinante de todas: la psicomagia.

«¿Qué es la psicomagia?» es la pregunta ineludible. Elementos vinculados con el chamanismo pero también con el psicoanálisis y al arte-terapia se fusionan en esta experiencia curativa que tiene a Alejandro Jodorowsky como su principal y excluyente profeta. Hace un tiempo, Jodorowsky aseguró que sólo él, su esposa, Marianne Costa, y su hijo estaban en condiciones de ejercer la psicomagia. Sin embargo, cuando uno se adentra en esta forma de terapia alternativa, descubre que muchas veces las personas elaboran conjuros cotidianos para aliviar sus cargas personales. Dolores crónicos del alma.

En el caso de Jodorowsky la búsqueda es más sistemática, pero esto no quita que se revelen elementos propios de la superstición y de la cura popular en el esclarecimiento del símbolo y el lenguaje secreto cifrado en el inconsciente. Una materia sobre la que teorizaron y practicaron Freud y Lacan, entre otros.

Jodorowsky asegura que nos programamos para determinadas acciones -el día de nuestra muerte, una enfermedad, el fracaso o el éxito, por ejemplo- y que éstas pueden ser revisadas. Por supuesto, el hombre tampoco descarta el karma que nos deviene de vidas pasadas, la injerencia de divinidad y de las energías que alimentan nuestras fuentes más íntimas en el día a día.

Jodorowsky tiene un mirada ancestral y al mismo tiempo despojada de los viejos teoremas que nos inquietan y a veces nos asfixian. Sabe mirar distinto y, gracias a la evolución literaria de ese acto, observamos colores que permanecían al acecho.

Uno de sus tantos y bellos poemas dice: «La eternidad cada día mendiga mi confianza». Y una de sus frases más conocidas concluye: «Todo está aquí».

Aquí o también en Jodorowsky.

Besos

Juntamos nuestras manos. Luego se me acercó como un rayo. Me besó. No hizo escalas. Del principio al final, sentí su lengua con sabor a fruta cruzándome de lado a lado como una flecha. Agarré su pelo. Pensé en nada. En seguir. En perdernos y el beso no acabó.

5 AM

Se me ha hecho una costumbre. A las cinco de la mañana me despierto. No tengo la menor intención de dormirme. Enciendo una luz tenue al lado de mi cama y agarro el libro que en ese momento me ocupa. Leo. Un rato largo. A veces menos. A veces más. El silencio. La extraña claridad del amanecer por llegar. La absoluta certeza de poder de extenderme sin que nadie diga nada. Leo. A veces más. A veces menos. Me pierdo. En este estado de raro nirvana, veo la película completa. Los personajes tienen voces y los escenarios sobre los que actúan colores y formas. Lo observo todo. Lo descubro todo. Las palabras arman complejas líneas y caminos que erigen castillos donde hay aire y partículas invisibles, océanos en el desierto. Es un código que abre la puerta hacia otra realidad. 5 AM, hora de viajar

Decirlo todo

Déjame aclararte esto: no puedes decirlo todo. Pagas un precio. Te lo digo yo que escribo poesía y recetas de cocina. Que miento cuando digo la verdad y digo la verdad cuando miento. Resulta que estuve en un grupo de Mitómanos Anónimos, y un día vino uno explicó de cómo se había recuperado de su terrible mal mediante el consumo de unas pastillas geniales mezcla de Prozac con Viagra. Todos lo aplaudimos de pie, después se fue. Resulta que el tipo estaba mintiendo acerca de su maldita mejoría. ¿Entiendes el concepto? Una verdadera taradez. Entonces los dejé. Prefería conquistar mi alma por mí mismo y abandonar las mentiras como recurso.

Así es como llegué a esta conclusión. Uno escribe a medias, dice a medias. Al menos no escuchas a media s una canción, si te gusta dejas que penetre tu alma como una fecha. Pero no deberías amar a medias o sentir en parte graduales. No, eso es un pecado. Sobre todo porque somos personajes de una novela que tiene un solo capítulo. Después se acaba y te quedas como un astronauta desprendido de su nave. Viajando por la nada.

En este día gris, te mando un ramo de flores y unos chocolotes. Tengo grabado un cuento infantil también en mi grabadora digital, y he tarareado una melodía. Escribí un poema, te aseguro que no está completo. Es un poema de amores imposibles, de marineros sin barco, de cazadores con la pólvora mojada. Quizás vos sepas mejor que yo de qué se trata todo esto. Hace unos días soñé que bailaba un tango y ganaba una final. ¿De qué va?

El poema comienza dice así:

Despiertas de los sueños

despiertas

despiertas los sentidos

abres el cielo

cubres el gesto

te busco en la tierra del sur

te veo a través del espejo del tiempo

enciendo el fuego de tu imagen

soy eterno cuando pienso en ti”

El camino del tarot

El reino de lo simbólico hablándonos a la cara. Un juego de reyes, reinas, locos y desenfrenados. Oráculo del cambio. Reflexión sobre el futuro inmediato. Traductor de las energías circundantes. Literatura fragmentaria. Eclipse de luna. Big Bang de entrecasa. Luz de la conciencia. Especulación por sobre el ejercicio de la magia. Alma y sangre. Voluntad y equilibrio. La vida. El Tarot.
Creo en el tarot del mismo modo en que creo en la infancia. Porque siendo un chico, sumergido en el decorado antiguo de la casa de una tarotista de mi pueblo, aprendí que las fronteras de lo real y lo mitologico pueden desvanecerse mientras te tiran las cartas. Es un regreso a nuestras fuentes. Un viaje a lo profundo del núcleo en llamas que nos mantiene vivos.
No podría explicar con exactitud que sucede cuando las cartas comienzan a hablar desde la superficie de una mesa. Como no puedo otorgar razones a la virtud que las hace desnudar la condición de quien pregunta.
Su origen es también un enigma. Algunos estudiosos lo situan en el marco de la cultura egipcia, otros lo acercan mucho más ubicándolo a fines de la Edad Media. Una de las tantas teorías asegura que el tarot es producto de la combinatoria de varias formas de entender el mundo: Oriente, y su juego de reencarnaciones, los cruzados, afincados en la fé cristiana, y las tribus gitanas que siglo tras siglo fueron puliéndolo a lo largo y ancho de toda Europa.
Alejandro Jorodorowsky, famoso director de cine, escritor, actor y uno de los mayores especialistas en Tarot, asegura que la baraja es una especie de enciclopedia de bolsillo. Una suma del saber espiritual y emocional concentrada en un número preciso de imágenes. Un espacio donde caben las artes y los alegatos del corazón. Hombres y mujeres. Deseo y decepción. Cambio y permanencia. Riqueza y crisis. Locura y poder, diseminados a través de 22 arcanos mayores cuya significación se amplía en 56 arcanos menores más.
Esta es una teoría personal y de ningún modo busca la polémica ni la aparición de nuevos estatutos. Sin embargo, digo, el tarot funciona mediante la acción de mecanismos invisibles pero ciertos. Los mismos que actuán cuando un ser humano se confiesa con otro, o cuando una mujer o un hombre se disponen a cocinar o plasmar una idea sobre una pintura o una hoja en blanco. El mecanismo es exacto. No miente. Tampoco calla. Todo queda dicho de un modo u otro, y revela lo que permanece latente en un espacio de la conciencia. Decimos mediante el contacto con las cartas y las cartas actúan como un rompecabezas que obedece a energías postuladas por quién las requiere. En las cartas nos confesamos. Una línea de luz salida de nuestra humanidad hace contacto con un fragmento simbólico, y en silencio, sin premeditación, encuentra la respuesta verdadera en el mazo. El loco indicará libertad total, incluso libertinaje; el Emperador, orden, bases del control; la Papisa, paciencia e inspiración; la Muerte cambio; la Justicia, el debido reconocimiento; el Enamorado el amor y sus formas; el Colgado, suspensión, transición, espera; la Torre, crisis; el Papa, sabiduría y espíritu; el ermitaño, conocimiento y ostracismo; la Luna, conflicto en marcha; la Templaza, el valor necesario, la paciencia; el Carro, el accionar; la Rueda de la Fortuna, éxito y movimiento circular, la voluntad, la vocación indispensable; y así.
Las cartas tienen infinitos códigos de funcionamiento y su relación entre ellas suma y abre nuevos rumbos y exquisitas facetas. El sol alumbra cada amanecer, y un cielo flamante se abre en cada tirada.
Aunque he leído numerosos textos y libros dedicados al tema poseeo mis propias reglas a la hora de tirarlas. Mis argumentos para torcer la tradición son simples y funcionales.
Tres cartas correspondientes a los arcanos mayores son suficientes para indicar un camino. No me apunto a leer una carta daba vuelta. No es necesario. El tarot trae, al derecho, las respuestas suficientes, tanto de la victoria como de la crisis. De lo establecido y la transición. El tarot no establece el futuro, revela un escenario y una determinación profunda. En estos términos, como dice Jodorowsky, el futuro es una estafa.
En la tirada debe haber voluntad, afecto y arte.
Finalmente, entiendo el tarot al igual que un poema. La construcción de su lectura es un acto inspirado, frágil y poderoso. Como una canción, como un verso elevado, una vez que sucede, nos deja una huella, un recuerdo que nos clarifica y nos impulsa.