Cosas diferentes

 

Tengo un nuevo libro entre mis manos. 
No sé aun si terminará en la lista de espera de los títulos que empiezo y luego voy postergando. Son muchos los que aguardan por un mejor momento personal. A todos les digo que si pero en el fondo les miento. Continúo raudo hacia otros y otros y otros libros que van llamando mi atención. No soy continuo. No soy serio en este aspecto. Leo impunemente, con voraz apetito, frotando mis manos y con una sonrisa nerviosa en los labios. 
Sin embargo, el libro del cual les hablo tiene un par de elementos que lo hacen distinto de los demás. Se titula «Las batallas en el desierto» (Tusquets), del poeta José Emilio Pacheco. Obra reconocida y largamente vendida en todo el mundo. Es un ejemplar pequeño que tiene en su portada la fotografía de un barrendero en Ciudad de México. 
Hablaba de lo especial. Pacheco da inicio a la novela con una bella cita de L.P. Hartley, tomada de «The Go-Between»que dice: «The past is a foreing country. They do things differently there». Que podría traducirse como: «El pasado es un país extranjero. Allí hacen las cosas de una manera diferente».
Luego el libro comienza así: «Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?».
Desde entonces, es decir, desde hace un par de días, «Las batallas en el desierto» y yo, vamos por el mismo camino, ocupamos las mismas mesas en los bares y nos dormimos a la misma hora. ¿Es buena la novela?, diré que me gusta. Prefiero que otros establezcan los parámetros de su calidad.
Me gusta su aproximación. El vínculo que se va formando entre personaje y lector. La energía con la que que convoca tu atención. Hay algo en el texto que me refiere. Y, acaso de un modo muchísimo más misterioso, existe algo en mi que una vez refirió al nacimiento del texto. Que es como decir que yo también vengo del pasado.
Uno nunca sabe. Por el contrario a lo que dicta el sentido común, tiendo a suponer, como Drexler, que todo es más complejo de lo que parece.
A veces, ya muy tarde y en ese estado que no podemos definir como conciencia ni tampoco como sueño, comienzo a escuchar el funcionamiento de otro mundo. La maquinaria rumiante de una realidad ajena. No soy capaz de ver que sucede del otro lado del espejo. Mis ojos permanecen cerrados. El sonido llega fuerte y claro. Un perro hace sonar su lengua y lo siento a centímetros de mi cara. Alguien abre una puerta o mueve sillas en un imaginario cuarto que no logro distinguir. Pero todo esto sucede, puedo jurarlo.
Es posible que mi afición por las letras y las películas me estén jugando una mala pasada. La vida tal cual la conocemos ya tiene sus historias y supongo que sumergirse en los libros es una manera de saturarse.
La primera hoja de un libro es también el primer acercamiento a un universo desconocido. Su escena interior, la que atesoran sus páginas, deja de permanecer inerte en el momento que posamos nuestros ojos sobre las líneas que alguna vez perpetró un escritor. Entonces surge el sonido y el color, el aroma y la textura de unos que hechos que conviven en paralelo. O lo harán, cuando el lector así lo permita.
Como esos sueños extraños que tengo y que a veces me poseen: otra realidad surge y toma cuerpo.
«The past is a foreing country. They do things differently there».  

Recontra enamorados

La curvatura de una espalda. El brillo de unos ojos. La expresividad de ciertas palabras. La manera, el estilo en los movimientos y en la ropa pueden desencadenar tormentas inesperadas.
La gente se enamora. Se lanza a la pileta con el último suspiro y espera que abajo todavía quede el agua suficiente para salir con la boca abierta hacia una nueva bocanada.
La ciencia no ha descifrado aun los laberintos de esta extrañísima forma de suicidio. Estas ganas de tenerlo todo bajo el riesgo de, al final, no obtener nada. No hay sortilegio. No hay conjuro que pueda contener la vocación por perderse, por apostar hasta los botones en un deseo, que albergamos los seres humanos.
Me he enterado ayer que los simios se matan unos a otros con el propósito de expandir su territorio. Una compañera de redacción me apunta que protegiendo lo suyo también los leones cometen sus pecados. Ya ven, en la parada del crimen humanos y bestias interpretan la sinfonía de la sangre.
Sin embargo, estoy convencido de que sólo nosotros somos capaces de perder la cabeza por amor. Y mejor no preguntes «de qué hablamos cuando hablamos de amor».
El asunto es que lo hacemos, nos estregamos. Regalamos el alma en bandeja de plata. Abrimos bien grande la puerta, de par en par, y todo lo que somos, todo lo que nos constituye, todo lo que nos define, sale corriendo hacia el objeto de la pasión.
Un angelito tierno, inocente y un poco tontolín nos avisa: «mirá que que podría salir mal».
¿Importa?. Aquí no hay espacio para el regateo. No hay dignidad que aguante. Este infierno posee su propio paraíso. Los ingredientes en juego, tanto nos hieren como curan la herida. O anestesian el dolor. En cada beso se conjuga un verbo distinto y se reinventa la vida proyectándose hacia más vida.
Quien no se ha enamorado no ha vivido.
¿Podrás encontrar a alguien más solo que al enamorado de un imposible?. Enamorado y rechazado. Que odioso resulta. Que incómoda sensación se nos queda pegada al cuerpo. Pero, ya lo dicen los piojos: «hay tanta belleza tirada en la mesa, desnuda toda rebalsada».
Como es obvio, desconozco la cura para tan terrible mal. Aunque, desde hace unos años, tengo la teoría, y creo fervientemente en ella, de que no nos enamoramos para el otro ni siquiera del otro, sino que lo hacemos en función de nosotros mismos. Amamos, o lo que sea que esto signifique, para testificar que la maravillosa energía vive bajo nuestra piel. Que arbitramos un don. Que con fanatismo y desmesura podemos de testificar que, si, estamos listos para patear el tablero del universo y hacer el click. A un milímetro de provocar el Big Bang, una vez más.
No por nada enamorados es como se hacen los hijos y se escriben las poesías.

El arte de la guerra

 

La estrategia ofensiva en sí misma no siempre ofrece un perfil de ataque total. En otras palabras quien no ataca, aun por extensos periodos de tiempo, no declara ni jura, ni se jura, que en un momento u otro no lo hará con el propósito de ganar.
En términos filosófico militares, en realidad, no existen las estrategias defensivas puras porque el único propósito de la defensa es lograr una victoria posterior. Defender en una guerra, es atacar. ¿Pero cuándo? Es ese otro tema.
Dice Clausewitz: “Una guerra en la cual las victorias solamente sirven para detener los golpes y donde no hay ninguna intención de devolverlos, sería tan absurda como una batalla en la cual la defensa más absoluta (la pasividad) prevaleciese en todas las partes y de todas maneras”.
La pasividad queda derruida en un cotejo futbolístico en el mismo momento en que un equipo sale a la cancha. Si el equipo ingresa al césped es porque ha decidido arriesgarse a un resultado positivo. Ya lo dijo el DT uruguayo, Oscar  Tabárez: “si nos toca enfrentarlos a los argentinos los enfrentaremos, no nos vamos a retirar del Mundial”.
Por supuesto, le resulta mucho más fácil pararse sobre el campo a un conjunto poderoso que a uno débil. Pero este punto no libra de responsabilidad al más frágil. Si se ha iniciado una guerra y un equipo, aun en inferioridad, se hace presente es porque existe una posibilidad de alzarse con la gloria o, en el más bajo escalón, de herir al enemigo.
¿Qué debe hacer, entonces, un oponente débil ante uno poderoso? Dice Clausewitz: “Un rápido y vigoroso cambio hacia la ofensiva – el relámpago de la espada vengadora – es lo que constituye los más brillantes episodios de la defensa”.  Y agrega: “La defensiva no es más que una forma ventajosa de guerra, por medio de la cual se desea procurar la victoria para poder, con ayuda de la preponderancia adquirida, pasar al ataque, es decir a un objeto positivo.”.
Esta idea de lucha, presenta el arte de la guerra como una suerte de tela elástica que se retrae y se expande dependiendo de la situación de las fuerzas en juego. Retracción ante el ataque, expansión  luego de la retracción donde existan lagunas o signos de agotamiento en las energías del rival.
Sin embargo, en la teoría, un oponente bien pertrechado, con inteligencia y amplios recursos debería demoler cualquier retracción. Recordemos los sangrientos eventos de la isla de Iwo Jima.
Volviendo al punto: ¿Qué hace un oponente con vocación pero sin la fuerza suficiente? Dice: Clausewitz: “Pero para que el que se defiende haga también la guerra, debe asestar golpes, es decir dedicarse a la ofensiva. Así la guerra defensiva comprende actos ofensivos que forman parte de una defensiva de un orden más o menos elevado”. En una guerra el oponente débil tiene una sola y auténtica oportunidad de triunfo: golpear de un modo fulminante a su adversario. Concentrar toda su energía en un tiempo y herirlo fatalmente. Recluirse luego, es parte de la estrategia. Dice Sun Tzu: “Sé rápido como el trueno que retumba antes de que hayas podido taparte los oídos, veloz como el relámpago que relumbra antes de haber podido pestañear”.

Entrevista con Charly Alberti

Charly

La leyenda del rock está ahí. De pie en un departamento de Roca, vestido de negro y zapatillas Nike verdes, definitivamente cool, listo darle curso a sus ideas.

El mismo hombre que junto a Gustavo Cerati y Zeta, recorrió buena parte del mundo ofreciendo recitales multitudinarios. El músico que marcó un estilo y estableció nuevos parámetros rítmicos y sonoros para el arte de tocar la batería.

Otras épocas. Otras vidas. Hoy Charly Alberti está volcado a temas tan trascendentes como concientizar a la sociedad sobre la protección del medioambiente y el calentamiento global. Alberti no se detiene, hace un tiempo descubrió que la provincia de Río Negro era una geografía para soñar y, porque no, vivir. El músico, se siente parte del sur. De modo que divide su agenda entre sus diversas ocupaciones que lo llevan a lo largo de Latinoamérica, y un proyecto muy conciso en Bariloche: recuperar el Centro de Convenciones de la ciudad, con el propósito de establecer un polo artístico y tecnológico de proyección internacional.

Entrevista completa en diario Río Negro

Veneno

Dependiendo de la distancia que tomemos de ellos, algunos tipos de veneno pueden prevenir, curar o matar. Pero la clave está en la distancia. O en la dosis, dirán. Me gusta pensar en términos un poco más poéticos: el veneno como una energía circular. Como el sol. Tirados en una playa, a ciento cincuenta millones de kilómetros, puede dejarnos un lindo bronceado. Un poco más cerca nos fulminaría sin piedad. Como el primer whisky con hielo de la noche que te invita a la charla. Ya tres te transforman en un tipo insoportable y balbuceante.

Este no es el lugar más apropiado para darle curso a una nueva perorata acerca de los excesos. Sólo apunto al hecho. ¿Tendrá razón Brian May cuando canta «Too much love will kill you». Supongo que a ciertos niveles «demasiado amor» deja de ser amor para convertirse en otra cosa. De todos modos, es una canción que no me gusta y que si me forzaran a escucharla un día entero tal vez sí podría terminar matándome.

En el fondo, si tiras de la cuerda, el veneno es una posibilidad intrínseca a todas las cosas.

En 1990 el joven Christopher McCandless,viajó hasta Alaska donde pretendía vivir al margen de la civilización. Se atrevió por un territorio salvaje, sin el conocimiento ni el equipo necesarios, y murió poco después de hambre. Alguien encontró un cartel en su refugio donde decía que había ido a buscar frutas silvestres y que necesitaba ayuda urgente. Así fue como el mundo se enteró de su final. McCandless se tiró de cabeza hacia el centro de su deseo y paradójicamente se perdió en su propia desolación. Imagino que aun moribundo logró entender que un poco de compañía y calor humano no le hubieran venido mal. Lo irónico es que, como no llevaba ni siquiera un mapa encima, jamás supo que había un refugio equipado para amantes del trekking a pocos kilómetros de donde falleció triste y agotado.

La Fender Stratocaster que Jimmy Hendrix quemó en pleno extasis musical en 1967 no sirvió de mucho después de la proeza, aunque 40 años después llegó a ser subastada, como reliquia, en 340.000 euros. Hendrix terminó hospitalizado después del concierto debido a las quemaduras en sus dedos.

Recuerdo también al personaje de «El perfume», de Patrick Süskind, “Jean-Baptiste Grenouille”, quien con unas gotas de su maravilloso perfume esparcidas en un pañuelo fue capaz de hipnotizar a una muchedumbre furiosa que quería su cabeza. Sin embargo, todo el frasco vertido sobre su cuerpo le resultó una apropiada forma de suicido (a la altura de su desquicio) cuando un grupo de personas atrapadas por el encanto del aroma se comieron a Jean-Baptiste Grenouille sin más preámbulos.

Buda habló del camino del medio, pero sin duda que en los extremos es donde está la diversión. Hay quien baja por las gritas de la Tierra y quien escala sus accidentes geográficos.

A pesar de lo dicho, existen situaciones que no remiten a ninguna desmesura y que, sin embargo, albergan buenos momentos. Allí no puedes establecer cantidades. No se pueden circunscribir mediante estadísticas que atraviesen techos históricos. Cuando escucho, «Blue in green» con Eliana Elías al piano, por ejemplo, no se me ocurren más que imágenes fragmentarias. Postales vividas de hechos vividos e imaginarios. Me sitúo mirando al mar. Caminando sin rumbo por ahí. Acariciando una piel. Alerta, bien despierto en ese minúsculo espacio sonoro, ubicado en quién sabe qué dimensión paralela, juego a que abro puertas. A que transcurro de un modo dulce y fresco.

En lo breve también hay plenitud.

Alejandro Fabbri y Horacio Pagani, la delantera

La historia del periodismo deportivo ha querido que dos sobresalientes profesionales, de distintas generaciones, hayan terminado trabajando en un mismo programa de televisión.

Ha sido para bien de los amantes de fútbol y del deporte en general. A Horacio Pagani y Alejandro Fabbri uno no se los imagina compartiendo un asado en honor de una larga y cálida amistad.

Aunque el respeto exista entre ellos, las diferencias de carácter, formas y de puntos de vista, los hacen incompatibles para tales menesteres afectivos.

Sin embargo, en el universo periodístico, sus singularidades convergen para darle forma a un divertido banquete mediático.

Es ya parte de la historia del oficio su pelea a propósito de la libertad de expresión en «Clarín».

En YouTube el video de los gritos entreverados de los dos tiene miles y miles de visitas. Al final, todos ganaron.

Dejando esta anécdota furiosa a parte, ambos contribuyen a la buena salud del periodismo y del programa que conducen «Estudio Fútbol» (13 a 15 por TyC).

Fabbri es una enciclopedia caminando del fútbol y no sólo eso también uno de los periodista que mejor analiza la realidad de este cada vez más complejo deporte.

En general, no le gusta monologar. Tampoco dictar cátedra.

Deja que los panelistas se expresen, y cuando tiene algo significativo para acotar, toma aire e interviene. Uno, espectador, conserva siempre la sensación de estar esperando: «a ver que piensa Fabbri» del tema.

Pagani, por el contrario, es un protagonista de pura cepa. El frontman de una bande rock.

No teme al ridículo ni a terminar expuesto. Dice lo que piensa y lo que siente. A su modo, con un estilo despojado de medias tintas, con agudeza y el aval de su amplia experiencia, cuenta lo que le dictan el instinto y la piel. Su perfomance es un espectáculo que merece verse.

Fabbri hace números y define estrategias. Pagani está harto de todo y todos y combate hipocresías con su afilada lengua. No tiene empacho en descalificar las mediocridades del periodismo ni de subrayar su retórica vacía. «¡Chicos, pero si no hay nada nuevo!», repite y parece un hombre listo para agarrar el bolso e irse a su casa. Pero, lo entretenido del asunto es que no se va a ninguna parte. Se queda y golpea la pantalla de televisor con el martillo de su total desparpajo.

Fabbri modera. Lo interpreta. Lo acepta a medias y suma. Establece el pulso del programa con palabras sabias y verbo erudito.

Por estos días ambos andan por Sudáfrica.

Uno en Pretoria, a cargo del estudio. Elegante y frugal. El otro, en Johannesburgo, con chalina y boina, como salido de un bar porteño de esos donde se arregla el mundo. ¿Habrá bares así en África?

Uno invita a reflexionar a partir de la madeja de informaciones. El otro patea el tablero. Uno sonríe. El otro carraspea. Uno arma el juego. El otro ataca y define.

En periodismo deportivo, debe ser la mejor delantera argentina en muchos años.

Acerca del vacío

Días atrás, Jostein Gaarder, autor de “El mundo de Sofía”, hablando de estar colmado, explicaba la posibilidad del vacío. Le decía esto a los lectores de El País de España: «La tecnología es una buena herramienta para hacer un seguimiento de las especies en peligro de extinción, de los fenómenos meteorológicos… El problema más importante es el consumismo, y el consumismo de información, de Internet y de la televisión. Antes estaba vaciando la botella, ahora la botella me vacía a mí. Creo que uno puede ser vaciado por Internet y la televisión».

Casualidad o no, ayer comencé a leer la última novela de Haruki Murakami, “De qué hablo cuando hablo de correr” (Tusquets) donde explica que nuestro espíritu no es lo suficientemente sólido para albergar el vacío. Aun así, el escritor japonés, cuenta que lo busca y lo convoca mediante extensas jornadas de “footing”. El vacío nunca llega a la cita pero el resultado siempre es beneficioso. Correr es perderse de uno mísmo. Es viajar sin cámara de fotos a un lugar impreciso.

Ver cinco horas de dibujitos o de series americanas es irse también. La diferencia está en la extraña resaca que nos deja un festín televisivo. Lo digo por experiencia propia. Subyace a la exposición una suerte de incomodidad, de malestar dentro y fuera del cuerpo que denuncia la inercia de la que fuimos partícipes por un tiempo prolongado. Aunque hayamos pasado un buen momento y tengamos uno que otro recuerdo divertido del banquete mediático, indiscutiblemente sentimos que la pantalla se ha apropiado de una pizca de nuestra alma. Es sabido que los indios americanos no permitían que les tomen fotografías por este motivo. Cada fotografía equivalía, para ellos, a relegar una fracción de su ser profundo.

Corro también aunque de un modo mucho más modesto que Murakami y que de cualquier profesional o amateur. Corro porque me he vuelto adicto a las sensaciones posteriores que deja el esfuerzo físico. Corro para atiborrarme de endorminas. Y corro porque la estética corporal es uno de los desafíos concientes de mi época.

Gaarder advierte sobre la obviedad. Dice lo que sólo le está permitido a un escritor de su éxito sin que las quejas se multipliquen. Justo Gaarder que apretó la historia de la filosofía en el pequeño espacio de una novela juvenil.

La televisión y la web en todas sus nuevas y rutilantes formas nos quitan más de lo que nos dan. Ante ciertos materiales audiovisuales el cuerpo y la mente quedan desvalidos. No hay una explicación de porqué ocurre esto.

Acaso se deba a que los estímulos ya están procesados. Son hijos de una intencionalidad que no admite lecturas singulares. Es un guión integrado de forma, color, sonido, que impiden que después de la alimentación visual, se desarrollen verdaderas ideas personales acerca de lo que se ofrece. Puede haberlas pero no es un asunto tan sencillo. Como un dulce artificial y empalagoso que ingresa a nuestro cuerpo con increíble potencia, establece reglas en función de sí mismo. Entonces somos relegados por su mensaje.

No sucede con los libros, simplemente porque en este caso la línea de texto es un componente de la explosión y no la explosión propiamente dicha. Al abrirlo, un libro no nos dice nada. Para que la “pantalla” se ilumine debemos sentarnos y leer. Lo cual equivale a poner mucho de nuestra parte.

Durante miles de años los budistas y los hinduistas han reflexionado acerca de la vacuidad. La mente es como un carro conducido por briosos caballos, grafica el Bhagavad Gita. Aplacar esa energía, domarla, es una de las grandes misiones que se adeuda cada persona. Así fue como los orientales inventaron la meditación, el yoga o la ceremonia del té. Acciones en procura de la no acción.

No poseeo fundamentos para deglosar los diversos caminos que conducen al vacío: el que procuran los medios, el que deviene de un trote prolongado o el que te transforma cuando concluyes una novela. Sólo soy dueño de la sensación. Al final de un libro me descubro lleno de ideas. Como al final de mis correrías, el dulce cansancio tiene el sabor de algo que denominamos paz.

La Era del Vampiro Cool

En la era del sida, los de por sí pálidos vampiros comenzaron a perder color en la industria del cine. Claro, ¿cómo explicar el incómodo hecho de que un chupasangre pudiera terminar infectado con el virus HIV luego de someter la yugular de una de sus víctimas?

Esa fue una de las tantas razones de su temporal extinción de las pantallas sobretodo en los 90. Con 10 años ya transcurridos del nuevo siglo, los vampiros tienen poderosas razones para salir de su tumba. El Sida existe pero de eso no se habla. Los guionistas subsanaron el problema del contagio con una anotación al margen. Antes de succionar, ahora los vampiros testean la sangre ajena con una simple incisión hecha por sus afiladas uñas. Prueban y dictaminan: es, buena. Y si no da, no da.

En diario «Río Negro»

Lisandro Aristimuño: Río del sur

 

Para quien es del sur y ha sido criado (y despeinado) por ese matrimonio salvaje que forman el viento y la inmensidad, no es tan difícil deducir de donde le vienen ciertas maravillosas ideas a Lisandro Aristimuño. 
Sin ir por la vida con el cartel de “Made in Patagona” sobre sus hombros, Aristimuño es una consecuencia del sur. 
La evidencia de que los márgenes también existen. 
Su ideario musical es tan rico y sorprendente que no admite una única definición (¿rock indie? ¿refundación del pop? ¿Neo folk? ¿Importa, acaso?)
Sin embargo, “los cielos de Beltrán” se cuelan por allí. 
Y uno que lleva la Patagonia en la piel, el territorio, como decía Borges, donde no hay nada (que es como abrir una posibilidad al Big Bang), uno que conjura el frío con vino tinto y besos, no puede menos que emocionarse de un modo profundo cuando su música se vuelve parte del aire. 
Juro que no viajaré ya nunca más, en picada por el mapa, hasta lo más extremo, despojado de las canciones de Aristimuño. Ahora son parte de mi equipaje. 
Sin frases como: “Lo que te di se vuelve hacia mí, solo sentí perderte otra vez y esto es así, música para mi, no dejaré ya descansar mis pies”.
Aristimuño ha traducido el sur sin hipocresía, sin adornos, sin mentiras maquilladas de seudoidentidad. 
Es material reinventado por sus manos. 
Por lo demás, su arte contiene muchas otras búsquedas estéticas que exceden el dogma geográfico. 
Advertido el punto, escucharlo me hace pensar en unos ríos que hay allá por donde el diablo perdió el poncho. Ríos de verano. 
Cargados de deshielo, de plantas silvestres, de peces, de vida. 
Poderosas aunque delicadas líneas de agua que atraviesan campos eternos, montañas y tiempo fugado de los relojes, antes de llegar, con su cuerpo entre azul y gris, a los oídos y los ojos de alguien.
En horarios inesperados, pulso play. Me dejo llevar por “Azules turquesas”, por “Blue”, por “La última prosa”. 
Sentado al borde del rumor, de su rumor, de su cadencia mágica, pienso y me voy.

Jack & White

Muy de tanto en tanto, ocurre.
Es un libro. Una película. A veces una canción y, en raras ocasiones, una persona. Alguien con quien has tenido el privilegio de intercambiar puntos de vista. Concepciones del mundo. Botellas lanzadas al mar que encuentran destinatarios.
En todos los casos existe un punto coincidencia, la experiencia deja sonando una nota en el aire. En tus labios queda un sabor. En la punta de tus dedos, una textura. En la piel, una vibración que no se apaga así nomás.
Esto me acaba de ocurrir con White Stripes. No es que no supiera de Jack White y su extraña hermana baterista, Meg. Hace ya 10 años que andan en la ruta del rock y el blues. Dos géneros muy suyos y dos revindicaciones para estos chicos criados en los barrios clase media baja de Detroit. No es que sus hits no se hubieran colado por mis oídos. Mis hijos ponen «Seven Nation Army» a todo volumen en la computadora directo desde youtube. Simplemente los había dejado pasar, como suele ocurrir con tantas otras maravillas. Argumentaré en mi favor que uno no puede abarcarlo todo aunque lo intente.
Fue el documental «It Might Get Loud» (en los videos se alquila bajo el nombre de «A todo volumen») el que me puso en verdaderos antecedentes. Este filme reunió para conversar y hacer música a tres grandes guitarristas: Jimmy Page, The Edge y White. En estos años me perdí una parte de la historia de Led Zepellin, cuestión de gustos, asunto de generaciones. Sin embargo, U2 es una de las bandas que componen la banda de sonido de mi vida. Edades a parte, no estoy dispuesto a obviar a Jack y Meg White. 
La primera escena del filme, dirigido por Davis Guggenheim, muestra a Jack White en una zona rural de los Estados Unidos, vestido de impecable camisa y corbatita, fabricando una guitarra con trozos de madera y una botella de gaseosa. Con natural habilidad inserta la piezas, tensa las cuerdas y las conecta a una fuente eléctrica y a un amplificador. Luego un sordo riff de guitarra inunda la pantalla. «¿Quién dice que hay que comprarse una guitarra?», pregunta Jack.
Sobre el escenario son sólo dos: Jack en guitarra, piano y voz, y Meg, en batería. Tal vez una breve descripción de una de sus tantas interpretaciones del tema «Icky Thump» sirva para clarificar el punto: ahí lo tienen a Jack, enarbolando un fantástico riff antes de ir al asunto. Un riff tan puro, tan rocanrolero, de inmediato mixturado con los acordes de un teclado chichón y esa voz desesperada, crucial, muy sacada de Jack, como la que usaría una histérica lady al descubrir un incendio en su mansión de la campiña inglesa: «Yah-hee, icky thump Who’d-a thunk?/Sittin’ drunk on a wagon to Mexico». Y acto seguido, más líneas de guitarra tronando, haciendo despegar la habitación del suelo. Tiempo y espacio comprimidos en un sonido visceral. «Lalalalalalala», tararea White mientras se retuerce como un poseso. Un demonio al cual el cuerpo que ahora es suyo le queda chico. La batería por detrás escribe su propio camino. Como si no le importara donde cuernos anda Jack: ¿está Jack en casa? Ni idea. Dios sabe de arte: de un modo mágico las piezas sueltas encajan. Jack, Meg, la guitarra haciendo saltar a los quintos infiernos los preceptos, los motivos y los valores hipócritamente comerciales que ha ido haciendo del rock and roll una música fallida, y la batería, platillazos contra la malaria, el bombo o la graciosa potencia recién llegada de la nada. ¿Algo más, chicos?: apenas si estamos revolucionando una música que hace rato necesitaba que alguien le escupa en la cara.
El gran final, la distorsión y el magma. Jack a los gritos, el eterno retorno de los acordes y el perseverante ritmo que te vuela la cabeza. Como si fuera poco la canción cierra con una tremenda declaración de principios. Escucha Arizona: «Well, Americans: What, nothin’ better to do?/ Why don’t you kick yourself out?/You’re an immigrant too».
White Stripes, estamos de gira.

Es (o no es)

 

Es un beso.
Un cachetazo.
Es una canción al oído.
Un parque de diversiones con enormes parlantes rotos.
Es un río entre montañas.
Un mensaje por celular.
Es una carta en papel virgen.
Sólo sexo.
Es una tormenta inesperada.
La razón.
Es la total y maravillosa incoherencia.
Es una canción de cuna.
Es White Stripes.
Es tu mirada en la noche.
Es la noche.
Es rajarse.
Es quedar.
Es un restaurante japonés.
Es comida saliendo desde la tierra.
Es un riff.
Es una palabra escrita con los dedos.
Es mañana.
Es nunca. 
Es que ese sueño es mío y no lo comparto con nadie.
Es que me voy.
Pero vengo. 
Pero vuelvo.
Pero me voy.
Maldición, pero vuelvo.
Es levitar.
Es caerse narices.
Es prender.
Es apagar.
Es el fuego.
Es el agua del mar sobre tu piel.
Es la pura verdad.
Y miento.
Y cuando ya no quiero continuar me reinvento.