Recontra enamorados

La curvatura de una espalda. El brillo de unos ojos. La expresividad de ciertas palabras. La manera, el estilo en los movimientos y en la ropa pueden desencadenar tormentas inesperadas.
La gente se enamora. Se lanza a la pileta con el último suspiro y espera que abajo todavía quede el agua suficiente para salir con la boca abierta hacia una nueva bocanada.
La ciencia no ha descifrado aun los laberintos de esta extrañísima forma de suicidio. Estas ganas de tenerlo todo bajo el riesgo de, al final, no obtener nada. No hay sortilegio. No hay conjuro que pueda contener la vocación por perderse, por apostar hasta los botones en un deseo, que albergamos los seres humanos.
Me he enterado ayer que los simios se matan unos a otros con el propósito de expandir su territorio. Una compañera de redacción me apunta que protegiendo lo suyo también los leones cometen sus pecados. Ya ven, en la parada del crimen humanos y bestias interpretan la sinfonía de la sangre.
Sin embargo, estoy convencido de que sólo nosotros somos capaces de perder la cabeza por amor. Y mejor no preguntes «de qué hablamos cuando hablamos de amor».
El asunto es que lo hacemos, nos estregamos. Regalamos el alma en bandeja de plata. Abrimos bien grande la puerta, de par en par, y todo lo que somos, todo lo que nos constituye, todo lo que nos define, sale corriendo hacia el objeto de la pasión.
Un angelito tierno, inocente y un poco tontolín nos avisa: «mirá que que podría salir mal».
¿Importa?. Aquí no hay espacio para el regateo. No hay dignidad que aguante. Este infierno posee su propio paraíso. Los ingredientes en juego, tanto nos hieren como curan la herida. O anestesian el dolor. En cada beso se conjuga un verbo distinto y se reinventa la vida proyectándose hacia más vida.
Quien no se ha enamorado no ha vivido.
¿Podrás encontrar a alguien más solo que al enamorado de un imposible?. Enamorado y rechazado. Que odioso resulta. Que incómoda sensación se nos queda pegada al cuerpo. Pero, ya lo dicen los piojos: «hay tanta belleza tirada en la mesa, desnuda toda rebalsada».
Como es obvio, desconozco la cura para tan terrible mal. Aunque, desde hace unos años, tengo la teoría, y creo fervientemente en ella, de que no nos enamoramos para el otro ni siquiera del otro, sino que lo hacemos en función de nosotros mismos. Amamos, o lo que sea que esto signifique, para testificar que la maravillosa energía vive bajo nuestra piel. Que arbitramos un don. Que con fanatismo y desmesura podemos de testificar que, si, estamos listos para patear el tablero del universo y hacer el click. A un milímetro de provocar el Big Bang, una vez más.
No por nada enamorados es como se hacen los hijos y se escriben las poesías.