Acerca del vacío

Días atrás, Jostein Gaarder, autor de “El mundo de Sofía”, hablando de estar colmado, explicaba la posibilidad del vacío. Le decía esto a los lectores de El País de España: «La tecnología es una buena herramienta para hacer un seguimiento de las especies en peligro de extinción, de los fenómenos meteorológicos… El problema más importante es el consumismo, y el consumismo de información, de Internet y de la televisión. Antes estaba vaciando la botella, ahora la botella me vacía a mí. Creo que uno puede ser vaciado por Internet y la televisión».

Casualidad o no, ayer comencé a leer la última novela de Haruki Murakami, “De qué hablo cuando hablo de correr” (Tusquets) donde explica que nuestro espíritu no es lo suficientemente sólido para albergar el vacío. Aun así, el escritor japonés, cuenta que lo busca y lo convoca mediante extensas jornadas de “footing”. El vacío nunca llega a la cita pero el resultado siempre es beneficioso. Correr es perderse de uno mísmo. Es viajar sin cámara de fotos a un lugar impreciso.

Ver cinco horas de dibujitos o de series americanas es irse también. La diferencia está en la extraña resaca que nos deja un festín televisivo. Lo digo por experiencia propia. Subyace a la exposición una suerte de incomodidad, de malestar dentro y fuera del cuerpo que denuncia la inercia de la que fuimos partícipes por un tiempo prolongado. Aunque hayamos pasado un buen momento y tengamos uno que otro recuerdo divertido del banquete mediático, indiscutiblemente sentimos que la pantalla se ha apropiado de una pizca de nuestra alma. Es sabido que los indios americanos no permitían que les tomen fotografías por este motivo. Cada fotografía equivalía, para ellos, a relegar una fracción de su ser profundo.

Corro también aunque de un modo mucho más modesto que Murakami y que de cualquier profesional o amateur. Corro porque me he vuelto adicto a las sensaciones posteriores que deja el esfuerzo físico. Corro para atiborrarme de endorminas. Y corro porque la estética corporal es uno de los desafíos concientes de mi época.

Gaarder advierte sobre la obviedad. Dice lo que sólo le está permitido a un escritor de su éxito sin que las quejas se multipliquen. Justo Gaarder que apretó la historia de la filosofía en el pequeño espacio de una novela juvenil.

La televisión y la web en todas sus nuevas y rutilantes formas nos quitan más de lo que nos dan. Ante ciertos materiales audiovisuales el cuerpo y la mente quedan desvalidos. No hay una explicación de porqué ocurre esto.

Acaso se deba a que los estímulos ya están procesados. Son hijos de una intencionalidad que no admite lecturas singulares. Es un guión integrado de forma, color, sonido, que impiden que después de la alimentación visual, se desarrollen verdaderas ideas personales acerca de lo que se ofrece. Puede haberlas pero no es un asunto tan sencillo. Como un dulce artificial y empalagoso que ingresa a nuestro cuerpo con increíble potencia, establece reglas en función de sí mismo. Entonces somos relegados por su mensaje.

No sucede con los libros, simplemente porque en este caso la línea de texto es un componente de la explosión y no la explosión propiamente dicha. Al abrirlo, un libro no nos dice nada. Para que la “pantalla” se ilumine debemos sentarnos y leer. Lo cual equivale a poner mucho de nuestra parte.

Durante miles de años los budistas y los hinduistas han reflexionado acerca de la vacuidad. La mente es como un carro conducido por briosos caballos, grafica el Bhagavad Gita. Aplacar esa energía, domarla, es una de las grandes misiones que se adeuda cada persona. Así fue como los orientales inventaron la meditación, el yoga o la ceremonia del té. Acciones en procura de la no acción.

No poseeo fundamentos para deglosar los diversos caminos que conducen al vacío: el que procuran los medios, el que deviene de un trote prolongado o el que te transforma cuando concluyes una novela. Sólo soy dueño de la sensación. Al final de un libro me descubro lleno de ideas. Como al final de mis correrías, el dulce cansancio tiene el sabor de algo que denominamos paz.