Adiós a Claudio Uriarte

Publicada originalmente en «Río Negro»

Será porque las transmisiones entre este y el otro mundo existen o porque presentimos que algo sucede más allá de nuestra propia historia personal pero de algún modo lo supe.

Estaba sentado junto al fuego, recordando el “Página 12” de principio de los 90. Ese que albergaba en un mismo espacio a figuras como Tomás Eloy Martínez, en el Suplemento Cultural, Julio Nudler en Economía, Salvador Benesdra, en Internacionales y Miguel Briante en Arte. Entonces pensé en Claudio Uriarte que trabajaba con Benesdra, y de quién era compinche en la redacción. No tarde en enterarme, Google mediante, de su fallecimiento.

Ambos hablaban un idioma que yo desconocía. En rigor, Benesdra se expresaba con solvencia en cinco lenguas distintas, incluyendo el latín. La intelectualidad de este par resultaba tan divertida como pasmosa. Entre los dos parecían haberse leído todos los libros del planeta.

Claudio tenía por costumbre antes de escribir una línea, leer un par de horas “The New York Times” (había vivido en la Gran Manzana varios años), también “Times” y “Newsweek”, luego charlaba con Benesdra y otros, generalmente unos escasos jóvenes que lo admiraban, de música clásica y opera (se declaraba “pavarottista”), gastronomía, política y economía internacional (no existía político europeo por humilde que fuera su electorado que desconociera), flamenco, literatura, filosofía, vinos, todos temas de los que era experto. Mejor dicho, un erudito.

Vestía rigurosamente de negro. Zapatos negros, remera negra, pantalones negros y llegaba puntualmente atrasado a la redacción a las 6 de la tarde con una gotita de agua cayéndosele del pelo. Por lo general no saludaba a nadie. Al contrario de Borges, de haberse encontrado consigo mismo, Uriarte se hubiera pasado de largo. Por timidez, hastío o incapacidad para perder el tiempo, lo ignoro. Con los años lo nombraron editor de Internacionales con lo cual debió apurar su arribo, algo que según me contó lo tenía a mal traer.

Le gustaba vivir con una singular forma de elegancia. Por eso se deleitaba en el vino de variada gama, la literatura de Proust, el té inglés, la alta cocina y las conversaciones regadas por ideas inteligentes. Podía sentirse cómodo tanto en un barrio tranquilo como en un hotel cinco estrellas. Entendía del sabor de la típica empanada y el caviar del pacífico.

Su prosa periodística era excepcional. Extrañamente nunca sentí que se lo apreciara demasiado en el ámbito en el cual trabajaba. Su trabajo había logrado una gran cantidad de seguidores y también de retractores. Son cosas que suelen pasar con quienes tienen puntos de vista independientes.

Recuerdo en especial columnas en las cuales denostaba de los comics, de Carmina Burana y del culto al rock. Lo hacía con tanta vehemencia que uno, a pesar de no estar de acuerdo, no podía más que sentirse intrigado ante tanto argumento. Tal vez Claudio conservaba muchas palabras en su alma. Y todo exceso conlleva pasión y caos. Así era él, una suerte de espejismo con estilo, un personaje de cabo a rabo, un ser de fábula marciana, sensible y extrovertido cuando se trataba de escribir.

Creo que fue Erwin Pérez, periodista de “El Nuevo Herald” de Miami, el que me contó que Uriarte y, el crítico de música clásica, Federico Monjeau, se juntaban en un bar de San Telmo para tener reuniones de trabajo que desembocaría más tarde en una revista de análisis musical. El bar terminó transformándose en la verdadera redacción del magazine.

Claudio podía confundir a cualquiera. Amaba a Camarón de la Isla, y lo cantaba con pasión. También era fanático de “Terminator: el día del juicio final”, de James Cameron. Una copia del filme, que él consideraba una especie de suma filosófica hollywoodense acerca de las posibilidades del bien y del mal, descansaba junto a sus libros. Nunca le faltaban las ganas ni la oportunidad de enseñársela a un amigo en su televisor de 21 pulgadas con sonido envolvente.

Sus artículos iluminaron el periodismo gráfico de la Argentina puesto que no ahorraban en maestría ni deseo de ser comprendidos. Uriarte era un erudito, cierto, pero no un genio renegado.

En la red aun pueden leerse algunas de estas piezas sobresalientes. Versan sobre cultura popular, política y hasta de los tecnicismos vinculados a la fidelidad de un equipo de sonido.

Uriarte tampoco carecía de valor. Cuando a mediado de los 90 fue enviado al exterior por “Página 12”, lo hizo como cronista de la invasión de las fabelas por parte del ejército del Brasil. El periodista se adentró más allá de la información oficial y cuando todos aseguraban que ya no había más narcos y que la situación estaba controlada compró un poco de cocaína como cualquier otro hijo de vecino del vecindario más pobre del país carioca. Sus crónicas fueron escritas en caliente, en primera persona. Cuando volvió a la redacción le llovieron las felicitaciones. Estaba asombrado.

Tenía tres novelas inéditas. Ya le habían ofrecido publicar alguna de ellas, sin embargo, se mostraba convencido de que la única manera de hacerlo era las tres al mismo tiempo. O nada. Por eso permanecen hasta hoy durmiendo el sueño eterno. En su notebook albergaba también un diccionario de lo más ocurrente con decenas de definiciones acerca de la vida y la muerte. Lo posible y lo inesperado.

Pienso en periodistas brillantes y no puedo evitar sentir que hay algo en común, una cierta sincronía en sus muertes por muy diferentes que fueran entre sí. Julio Nudler, capituló de cáncer de tanto consumir el humo de los otros. Miguel Briante murió al caerse del techo de su casa que estaba arreglando. Salvador Benesdra se arrojó al vacío y una de las últimas personas que lo vio con vida fue el propio Uriarte. Claudio, como un fantasma literario fugado de una novela de Gabriel García Márquez, se cayó de una escalera dándose un golpe fatal.

Al menos dos veces lo invité a la Patagonia. Imaginaba que llegaría a viejo y su trabajo obtendría el merecido reconocimiento.

Tenía 48 años. Demasiado pronto para callar.